Kowalski no es un pingüino, no es un jubilado armado, no huye en Vanishing Point, no es una canción de Primal Scream. Y es todo eso a la vez. Sin criterio alguno publica fotografías y artículos sobre música, telebasura, literatura o lo que sea.

lunes, 26 de abril de 2010
Post Sant Jordi
Un post sobre Sant Jordi. Post Sant Jordi, vaya. Uno no está acostumbrado a firmar libros. Uno no está acostumbrado a hablar con quien va a leer lo que has escrito. Para eso escribo, para no tener que hablar. Eso pensaban Salinger, Kennedy Toole o Rulfo. Sant Jordi empezó (en la librería Bertrand, en Terrassa) tímido, vacilante y hasta indeciso, pero levantó el vuelo y permitió conversaciones sobre novela negra, sobre pastelitos y sobre autores frikis. Y, se supone que lo mejor, con decenas de firmas. Continuó con una entrevista televisiva en Canal Terrassa (en la que hablé pero casi no me oí por un extraño efecto, no sé si de autodefensa o de dirección pura y dura del micro) y se remató en Barcelona con algunas firmas más y con un cierto empacho de olor a rosas, de señoras (y algún señor) que se aferraban a la mesa y formaban un muro infranqueable para otros transeúntes y de (demasiado) ambiente. Compartí momentos con conocidos, con desconocidos, con lectores voraces, con los que "recomiéndame algo que me pueda gustar (!!)" y con escritores amigos. El colofón fue cruzarme, ya al marchar, con Enrique Vila-Matas, que buscaba un taxi enfundado en un abrigo largo y con esa mirada de querer huir para refugiarse en sus bartlebys particulares, en su literatura portátil, en sus recuerdos inventados. Quería decirle algo. Él caminaba ajeno a todo. Pero quería decirle algo. No pude. Hoy creo que atacaré sus dublinescas de una vez y no podré escribir nada. Da cosa.
jueves, 22 de abril de 2010
Sant Jordi
Cuando yo contestaba: "Escritor", el empleado de aduanas me repetía: "No, le he preguntado la profesión". (Luis Sepulveda)
Ser escritor no equivale a publicar. Igual que no publicar no implica no ser escritor. Pero cuando escribir es un tic, una deformación casi y se convierte en una obsesión, un acumular constante de ideas mal garabateadas en un tiquet de metro o en los escasos rincones libres de la agenda, entonces uno se da cuenta que está infectado. Sartre podía pasar cuatro horas seguidas sin levantar la vista del papel. Yo puedo pasar cuatro horas con la vista perdida en el mundo, trazando mentalmente una frase, una escena, un crimen, un encuentro, un retrato, una práctica íntima y privada que hace un tiempo intenté hacer pública. Es por eso que mañana me enfrento a mi primer Sant Jordi como autor. Lo haré entre la vorágine de autores mediáticos, de otros que deberán organizar colas como en los aeropuertos o de los que venderán igual ese día que durante el resto del año, que para eso están expuestos al público. Escribir no debe ser eso, pensará alguien, pero si mañana me ves con cara de perdido y con un boli negro en la mano, acércate, que yo tendré más miedo que tú.
lunes, 12 de abril de 2010
Scorpions: power ballads for ever
Conexiones con la caída del muro que separaba las dos Europas. Con el final de la Guerra Fría. Con Gorbatchov. Con Rostropovich. Con la Filarmónica de Berlín –con la que hasta grabaron un disco–, pero también con Kiss y con Elvis. Scorpions (y más ahora que anuncian su retirada) merecen una entrada propia en las grandes enciclopedias del siglo XX, ya sean de Historia o de Música.
Incansable, la banda que hace ya cuatro décadas fundaron Klaus Meine y Rudolf Schenker –los únicos supervivientes de aquellos inicios– empezó a moldear la leyenda del mejor grupo del mundo creando power rock ballads –con el permiso de Aerosmith–, ya que ¿quién no ha silbado o tarareado en alguna ocasión "Still loving you" o "Wind of change"?
Durante su travesía plagada de discos –su despedida, Sting in the tail, es el álbum número 22 en el casillero de los alemanes, sin contar los incontrolables recopilatorios– han ido emergiendo temas insuperables como "Send me an angel"; "Under the same sun"; "Holiday"; "Blackout"; "Lovedrive"; "Rock me like a hurricane"; "Coming home" o "In trance".
Sí, lo admito: a pesar de algunas portadas de dudoso gusto –bastante machistas, algunas– y de no escribir unas letras a la altura, digamos, de Nick Cave, Bob Dylan o Tom Waits, los escorpiones forman también parte de la banda sonora de mi vida.
Vía telefónica, contacté con Rudolf Schenker cuando sacaron su anterior disco (Humanity Hour 1), un personaje afable como pocos –en un mundo plagado de divos insoportables– y que asume con orgullo el papel casi mesiánico del mensaje de Scorpions, pero sin olvidar el sello de la casa: esos riffs, esa voz y, lo reconozco, esos mecheros encendidos y ondeados al viento para corear, de nuevo, "Living for tomorrow".
Schenker representa la esencia de Scorpions. Ok, Klaus puede ser la imagen y Mathias Jabbs (en el grupo desde 1979) merece también el título de gran escorpión, pero Rudolph sabe transmitir el estilo Scorpions; al otro lado del hilo telefónico, toma la iniciativa como si él fuera el periodista. Como si él no fuera el primer interesado en hablar del mejor grupo alemán de la historia. Como si él no hubiera compuesto “Send me an angel”. En tiempos inmisericordes para el rock (¿alguien no se ha dado cuenta que es realmente la música alternativa del siglo XXI?), Scorpions van a la suya, obviando un poco esos vientos de cambio a los que ellos mismos dedicaron un gran tema.
Rememorando su historia, Schenker cuenta que "la música fue nuestro primer amor. Y en Scorpions, además, todos los músicos que han pasado hemos sido y somos grandes amigos”. De hecho, en la última gira tocaron varias veces con antiguos miembros del grupo, como Uli John Roth y el propio hermano de Rudolf, Michael, algo poco habitual en otras formaciones. Schenker recuerda sus inicios, hace más de cuatro décadas, como "muy duros", ya que "mucha gente nos decía que estábamos locos, aunque al final captaron nuestro mensaje, una especie de revolución pacífica desde Alemania", cuando el mundo solía, y suele, poner su punto de mira hacia la oferta británica y norteamericana.
Uno de los peores momentos en su carrera fue cuando el vocalista Klaus Meine necesitó un par de operaciones quirúrgicas en sus cuerdas vocales, llegándose a plantear la posibilidad de abandonar la música: “Es algo que trastocó del todo nuestros planes y nuestros sueños", explicó Schenker, ya que "Klaus se desmoralizó mucho y cuando se quedó sin voz dijo que quería pasar de todo y que nos buscáramos otro cantante. Puede sonar extraño, pero este trance le sirvió a Klaus para volverse más fuerte que nunca, para demostrar aquello de que nada es imposible. Cuando te dicen que no puedes, aparecen los amigos para darte un empujón”. A medio camino entre el hard rock, el rock clásico y hasta el pop, sin olvidar sus destellos de heavy metal, la especialidad de Scorpions han sido grandes baladas. “Sí, pero siempre con este mensaje sobre la humanidad. Por ejemplo, en “Still loving you” el mensaje era: no hagas la guerra, haz niños. ¡Conseguimos un baby boom entre nuestros fans en 1985, en serio!. En “Wind of change”, el mensaje fue de esperanza, de la recuperación en el mundo cuando la Guerra Fría desapareció. Ahora, queremos que la gente sea consciente de su relación con nuestro planeta, con un mensaje parecido al que otras bandas como U2 también pueden estar lanzando”.
Scorpions debe ser una de las bandas que ha tocado ante audiencias más grandes, como en el Rock in Rio –ante 250.000 personas– o en el Moscow Peace Festival, ante 350.000. Y es que “tuvimos mucho éxito en Rusia con “Still loving you”. Tocamos varias veces en el país, y cuando se celebró el festival, notamos como se habían producido grandes cambios".
Y sí, lo reconozco, Scorpions nunca ganarán el Nobel de Literatura ni su look servirá de inspiración a diseñadores de moda, pero observar las imágenes de centenares de miles de personas en la Puerta de Brandenburgo cantando "Wind of change", me sigue poniendo la piel de gallina, en una actuación que simbolizó la caída de un régimen y el paso para cruzar la espesa cortina de hierro que separaba dos mundos. En 1994 la familia de Elvis Presley invitó a los Scorpions a tocar en un Elvis Memorial Concert, lo que lleva a Schenker a comentar una anécdota: “Cuando estaba en la escuela tenía un apodo muy curioso. ¿Sabes cuál? ¡Me llamaban Elvis! Ha sido el mejor y más emocionante cantante de la historia; él representaba lo que era el rock´n´roll. Tocar en ese concierto estuvo muy bien: estaban Priscilla, su hija, incluso Michael Jackson. Tuve la sensación que el mismísimo Elvis estaba en la fiesta. Fue muy grande”.
Incansable, la banda que hace ya cuatro décadas fundaron Klaus Meine y Rudolf Schenker –los únicos supervivientes de aquellos inicios– empezó a moldear la leyenda del mejor grupo del mundo creando power rock ballads –con el permiso de Aerosmith–, ya que ¿quién no ha silbado o tarareado en alguna ocasión "Still loving you" o "Wind of change"?
Durante su travesía plagada de discos –su despedida, Sting in the tail, es el álbum número 22 en el casillero de los alemanes, sin contar los incontrolables recopilatorios– han ido emergiendo temas insuperables como "Send me an angel"; "Under the same sun"; "Holiday"; "Blackout"; "Lovedrive"; "Rock me like a hurricane"; "Coming home" o "In trance".
Sí, lo admito: a pesar de algunas portadas de dudoso gusto –bastante machistas, algunas– y de no escribir unas letras a la altura, digamos, de Nick Cave, Bob Dylan o Tom Waits, los escorpiones forman también parte de la banda sonora de mi vida.
Vía telefónica, contacté con Rudolf Schenker cuando sacaron su anterior disco (Humanity Hour 1), un personaje afable como pocos –en un mundo plagado de divos insoportables– y que asume con orgullo el papel casi mesiánico del mensaje de Scorpions, pero sin olvidar el sello de la casa: esos riffs, esa voz y, lo reconozco, esos mecheros encendidos y ondeados al viento para corear, de nuevo, "Living for tomorrow".
Schenker representa la esencia de Scorpions. Ok, Klaus puede ser la imagen y Mathias Jabbs (en el grupo desde 1979) merece también el título de gran escorpión, pero Rudolph sabe transmitir el estilo Scorpions; al otro lado del hilo telefónico, toma la iniciativa como si él fuera el periodista. Como si él no fuera el primer interesado en hablar del mejor grupo alemán de la historia. Como si él no hubiera compuesto “Send me an angel”. En tiempos inmisericordes para el rock (¿alguien no se ha dado cuenta que es realmente la música alternativa del siglo XXI?), Scorpions van a la suya, obviando un poco esos vientos de cambio a los que ellos mismos dedicaron un gran tema.
Rememorando su historia, Schenker cuenta que "la música fue nuestro primer amor. Y en Scorpions, además, todos los músicos que han pasado hemos sido y somos grandes amigos”. De hecho, en la última gira tocaron varias veces con antiguos miembros del grupo, como Uli John Roth y el propio hermano de Rudolf, Michael, algo poco habitual en otras formaciones. Schenker recuerda sus inicios, hace más de cuatro décadas, como "muy duros", ya que "mucha gente nos decía que estábamos locos, aunque al final captaron nuestro mensaje, una especie de revolución pacífica desde Alemania", cuando el mundo solía, y suele, poner su punto de mira hacia la oferta británica y norteamericana.
Uno de los peores momentos en su carrera fue cuando el vocalista Klaus Meine necesitó un par de operaciones quirúrgicas en sus cuerdas vocales, llegándose a plantear la posibilidad de abandonar la música: “Es algo que trastocó del todo nuestros planes y nuestros sueños", explicó Schenker, ya que "Klaus se desmoralizó mucho y cuando se quedó sin voz dijo que quería pasar de todo y que nos buscáramos otro cantante. Puede sonar extraño, pero este trance le sirvió a Klaus para volverse más fuerte que nunca, para demostrar aquello de que nada es imposible. Cuando te dicen que no puedes, aparecen los amigos para darte un empujón”. A medio camino entre el hard rock, el rock clásico y hasta el pop, sin olvidar sus destellos de heavy metal, la especialidad de Scorpions han sido grandes baladas. “Sí, pero siempre con este mensaje sobre la humanidad. Por ejemplo, en “Still loving you” el mensaje era: no hagas la guerra, haz niños. ¡Conseguimos un baby boom entre nuestros fans en 1985, en serio!. En “Wind of change”, el mensaje fue de esperanza, de la recuperación en el mundo cuando la Guerra Fría desapareció. Ahora, queremos que la gente sea consciente de su relación con nuestro planeta, con un mensaje parecido al que otras bandas como U2 también pueden estar lanzando”.
Scorpions debe ser una de las bandas que ha tocado ante audiencias más grandes, como en el Rock in Rio –ante 250.000 personas– o en el Moscow Peace Festival, ante 350.000. Y es que “tuvimos mucho éxito en Rusia con “Still loving you”. Tocamos varias veces en el país, y cuando se celebró el festival, notamos como se habían producido grandes cambios".
Y sí, lo reconozco, Scorpions nunca ganarán el Nobel de Literatura ni su look servirá de inspiración a diseñadores de moda, pero observar las imágenes de centenares de miles de personas en la Puerta de Brandenburgo cantando "Wind of change", me sigue poniendo la piel de gallina, en una actuación que simbolizó la caída de un régimen y el paso para cruzar la espesa cortina de hierro que separaba dos mundos. En 1994 la familia de Elvis Presley invitó a los Scorpions a tocar en un Elvis Memorial Concert, lo que lleva a Schenker a comentar una anécdota: “Cuando estaba en la escuela tenía un apodo muy curioso. ¿Sabes cuál? ¡Me llamaban Elvis! Ha sido el mejor y más emocionante cantante de la historia; él representaba lo que era el rock´n´roll. Tocar en ese concierto estuvo muy bien: estaban Priscilla, su hija, incluso Michael Jackson. Tuve la sensación que el mismísimo Elvis estaba en la fiesta. Fue muy grande”.
miércoles, 7 de abril de 2010
Kowalski quiere que vuelvan Starsky & Hutch
David Starsky nunca ganaría un concurso de estilismo, capaz de combinar gruesos jerseys de lana con pantalones que reclamaban a gritos una jubilación digna. Su nevera, un caos. Su dieta, un compendio de los tópicos de las series de televisión sobre policías: grasientas hamburguesas, pizzas mal cortadas y hot dogs bañados en salsas de colores. A su lado, Kennet Hutchinson, pulcro, repeinado, vegetariano, capaz de combinar chaquetas de piel con jerseys de cuello alto y mantener esa combinación impoluta a pesar de salir de una persecución con un malo que corre mucho.
Sí amigos, hablamos de Starsky & Hutch, hablamos, en mi caso, de la serie, una de las patas básicas de la inimitable trilogía de ficción televisiva que legaron al mundo los productores Aaron Spelling (sí, el padre de la actriz Tori Spelling, tampoco lo hizo todo perfecto) y Leonard Goldberg, que juntos moldearon tres joyas, tres series de esas que entre los años 70 y los 80 engancharon a toda una generación (con el imprescindible bocata de Nocilla en la mano, claro): Starsky & Hutch, Los hombres de Harrelson y Los ángeles de Charlie. La serie consta de cuatro temporadas, aunque a partir de la tercera tuvo que moderar su estilo ante las quejas de asociaciones de familias y hasta de responsables de los cuerpos de policía, que veían como sus propios hombres quemaban más neumático de lo habitual y tendían a imitar los, digamos, expeditivos sistemas de nuestra particular pareja.
Starsky (Paul Michael Glaser) y Hutch (David Soul) protagonizaban historias a priori basadas en el esquema poli persigue a malo, poli gana, el mal no queda impune, pero con unos guiones que, capítulo tras capítulo, mejoraban como el buen vino. Pero lo que quizá más molestó fue que la serie mostró la cara más cutre de América, la de los callejones llenos de basura y vagabundos malolientes; la de los barrios bajos plagados de antros con poca luz y actividades poco recomendables; la de los soplones (uno de ellos, Huggy Bear, interpretado por Antonio Fargas, sublime); la de vidas lanzadas por un precipicio y dominadas por las drogas, el alcohol, la soledad, el rencor. Quedarse en la tan bien labrada superficie (gags humorísticos casi de sitcom; la música puro funky y con regusto a los films de blaxpoitation, o ese Ford Torino rojo con una gran franja blanca) no era suficiente, ya que la serie desnudaba la cara oscura de un pais, la que nos recuerda más al Taxi Driver de Scorsese y De Niro que no a la más pastelosa y aséptica que solía reinar en muchas otras ofertas de ficción televisiva. A pesar de esto, la presión externa obligó a los productores a introducir más elementos narrativos basados en amores y desamores y en situaciones de conflicto personal entre los protagonistas (no, nos olvidamos del sufrido jefe de la pareja: el capitán Harold Dobey, interpretado por Bernie Hamilton), aunque las arrancadas del Ford Torino en cualquier callejón y la melodía creada por Lalo Schrifrin siguieron siendo el gran preludio a otra historia plagada de persecuciones, malos muy malos, más trozos de pizza, pantalones de campana, amistad y, cómo no, otro triunfo del bien sobre el mal.
Starsky & Hutch fue el gran éxito de Glaser y Soul, pero a la vez, su tope. En el caso de Glaser (más allá de su tragedia familiar, ya que el sida se llevó a su mujer y a su hija) su aportación posterior al mundo de la TV y el cine ha sido escasa, con la única (y honrosa) excepción de la dirección de algunos buenos capítulos de otra serie que, con una estética totalmente distinta y justo una década más tarde (se emitió originalmente entre 1984 y 1989), se convirtió en la otra gran serie con pareja de polis: Corrupción en Miami, una joya con el dueto Sonny Crocket (Don Johnson) – Ricardo Tubbs (Philip Michael Thomas), acompañados de un estelar jefe, el teniente Castillo interpretado por Edward James Olmos. Glaser, pues, igual de discreto en el resto de su vida profesional, como en la serie, mientras David Soul intentó continuar su estela de chico guapo y algo chulo adentrándose en el pantanoso mundo de la canción (aún no me he repuesto de otra incursión, la del otrora justiciero David Hasselhoff, conductor del coche fantástico Kitt, el único que llegó a hacer sombra catódica al Torino rojo), aunque su aportación no pasó de ser una mala competencia para los Pecos y el Leif Garret que poblaban las cubiertas de las carpetas de las adolescentes de la época. Eso sí, Soul aún fue capaz de labrar un muy digno papel en la mini serie El misterio de Salem´s Lot, una perturbadora historia basada en un relato de Stephen King.
Pero volvamos a Starsky & Hutch. El capítulo piloto de la serie ya marcó estilo, con un inicio lleno de oscuridad y humor negro (el diálogo sobre el final del film Red river de John Wayne entre dos asesinos a sueldo, brillante), con un Starsky atiborrándose de comida basura mientras Hutch moldea su cuerpo a golpe de guante de boxeo en un gimnasio. Luces tenues, tugurios llenos de humo, carteristas y aprendices de gángster de barrio de poca monta, grandes avenidas llenas de vidas vacías, persecuciones variadas (los siete pisos que se cascan a pie nuestros dos héroes en un hotel, un ejercicio de humor y narrativa cinematográfica extraordinario), escaleras de emergencia, párquings subterráneos.
Y a pesar de todo, en cada episodio los detectives David Starsky y Kennet Hutchinson mostrarán un lado humano, nada impostado, nada paternalista (no como ocurre en algunas otras series) y demostrando que ellos mismos forman parte de ese mundo plagado de submundos. En el mismo capítulo piloto, Starsky detiene su Torino en uno de esos callejones plagados de botellas de whisky y almas ahogadas en ese mismo whisky para que Hutch pueda hablar con un viejo conocido, un sin techo que responde al nombre de Lijah. El detective le pregunta sobre la llegada del fin del mundo, y el vagabundo responde que, en su caso, ya parece haber llegado, antes de salir corriendo para invitar a un café a un compañero suyo con el flamante billete de cinco dólares que Hutch (puro corazón, corazón puro) ha soltado.
martes, 30 de marzo de 2010
¡Se nos va, se nos va! Kowalski mira series sobre médicos
Huyamos de la telebasura. Hundamos en su propio lodo la bazofia que la pequeña pantalla escupe en programas del corazón, realities y demás morralla con ansias de morbo, de sangre fácil, de lágrima y voz quebrada, de desmenuzar la víctima de turno con ansias gore, de destripar la vida del primer incauto que pase, sea famoso o no (o sea, gratis o pagando verdaderas fortunas). Pero no caigamos en el error de vivir sin televisor, ya que tal como nos avisaban Mulder y Scully en Expediente X, “la verdad está ahí fuera”, una verdad maravillosamente falsa, una recreación de la vida y las emociones a través de los ojos y los teclados de guionistas y directores que han regalado al mundo grandes series de televisión.
Asistimos en los últimos años a una especie de resurgimiento de la ficción televisiva, en un gran momento gracias a producciones como la insuperable Lost (Perdidos, vaya), Los Soprano, CSI, Dexter, Bones y un largo etcétera, aunque si hay un personaje que ha conseguido crear a su alrededor tantos fans como detractores, es Gregory House, interpretado por un Hugh Laurie que muchos recordamos venido a menos en films como Stuart Little después de su brillante muestra de oficio y cinismo en The black adder (emitida hace dos décadas en TV3 con el nombe de L´escurço negre, o sea, La víbora negra).
En House, nuestro particular doctor es un médico tan egocéntrico, antipático, huraño, irónico y malcarado como entrañable, genial, brillante, melómano y hasta tierno (muy a su pesar), especialista en enfrentarse a las enfermedades más enrevesadas e imposibles, en un entorno donde convive con su (único) amigo, el oncólogo James Wilson, con un equipo de sufridos ayudantes, con la doctora jefa Lisa Cuddy (la trama de tensión sexual nunca debe faltar, un apartado en el que también entra la joven doctora ayudante de House, Allison Cameron ), con un millonario que quiso controlar el hospital y hasta despedirle y con un dolor crónico en una pierna que lo convierte en un adicto a la Vicodina para calmarlo.
La serie (nacida en el 2004), suscita amores y odios a partes iguales, pero es innegable la genialidad de sus diálogos y los caminos por los que los guionistas hacen circular a un grupo de personajes ceñidos a un decorado austero, minimalista y casi teatral, un aspecto que refuerza la grandeza de las historias, plagadas de luchas cuerpo a cuerpo entre House y el séquito de doctores, enfermos y familiares de su galaxia particular.
No es ningún secreto que House es una especie de Sherlock Holmes moderno (el mismo creador de la serie, David Shore, lo ha declarado en diversas ocasiones), un personaje con una lucidez soberbia para resolver los casos más increíbles con una doble ayuda externa. Una, las drogas (los calmantes en el caso de House, la morfina en el del detective de Conan Doyle), y la otra su mejor amigo (el sufrido Wilson y el no menos secundario Watson). Para rizar el rizo, House vive en el número 221B (el mismo de Holmes en la mítica Baker Street londinense) y recibe dos balazos de un tal Moriarty, el nombre del eterno enemigo de Holmes. House y Wilson. Holmes y Watson. ¿Evidente, no?. House, pues, es el doctor mal afeitado, motero, solitario, de cojera acentuada y que se niega a vestir con la uniformadora bata blanca de turno, que lega a nuestras pantallas grandes diálogos, grandes guiones y grandes historias humanas.
Alguien con aprehensión a las agujas y con facilidad para entrar en una nebulosa ante la visión de la sangre, como Kowalski, debería huir de las historias sobre médicos, pero el mundo de la ficción televisiva ha demostrado que algunas de sus mejores ofertas han pasado (y pasan) por quirófanos, salas de espera, ambulancias a toda pastilla, guardias nocturnas y largos pasillos blancos.
Los primeros grandes recuerdos de Kowalski de series sobre médicos pasan por A cor obert (A corazón abierto), Doctor en Alaska y MASH. A cor obert fue (en TV3) un serial en toda regla con las aventuras y desventuras de un grupo de médicos en un hospital de la siempre fría Chicago, una serie dominada por el blanco de las batas, la nieve, los diálogos (nada que ver con House, claro, pero igual de brillantes) y la mirada casi cristalina y limpia de algunos de sus protagonistas, como David Morse o hasta de un, entonces, joven Denzel Washington, que trabajó seis temporadas en la serie antes de estallar, cinematográficamente hablando, con films como Grita libertad y Malcolm X. Hay quien la llamó, con razón, “la Hill Street Blues de los hospitales”.
Y del frío de Chicago, al casi polar de Doctor en Alaska, una producción que en los años 90 nos encandiló a pesar de sufrir los (típicos) maltratos por parte de cadenas de televisión (en este caso, TVE) que cambian horarios (¡se llegó a emitir a la 1 de la madrugada por La 2 y, poco después, despareció!) y relegan emisiones sin criterio ni consideración hacia los sufridos televidentes (la actual proliferación de series editadas en DVD permite superar esa dependencia de nuestras cutre cadenas).
Pero Doctor en Alaska subo superar el reto del menosprecio de la propia cadena que lo emitía con grandes dosis de humor inteligente, convirtiéndose en una serie de culto, en una epopeya casi clandestina para sus maltratados seguidores. La serie no se rige por los patrones médicos que suelen aflorar en un entorno hospitalario, ya que precisamente narra la historia del doctor Joel Fleischmann, un urbanita de Nueva York que aterriza en un pueblecito de Alaska, de clima duro y belleza nórdica, habitado por personajes que, en muchos casos, buscan empezar de nuevo, una especie de redención filtrada por la nieve y una humanidad especial, en un entorno lejos de todo y de todos.
Con diálogos sublimes y constantes referencias (¡esos guionistas fans!) al mundo del cine o la literatura, los hipocondríacos del mundo nos volvimos a reconciliar con el mundo de la medicina (hasta que apareció nuestro insulso Nachete de Médico de familia, claro) tal como ya nos había pasado con MASH. O mejor dicho, M*A*S*H, un híbrido entre un nombre y un logo para la gran serie de la Fox que, entre los años 70 y 80, nos obsequió con grandes dosis de sarcasmo y humor nacidas en un entorno tan crudo como era el de un hospital militar de campaña en la guerra de Corea. Su mensaje antibélico cuajó en plena guerra de Vietnam con un lenguaje directo, ágil e hilarante y unos personajes (el gran Alan Alda al frente) que convivían entre maltrechas tiendas de lona verde, heridos de guerra, soledades y mensajes sobre el futuro incierto que esperaba a aquellos países a los que estaban atacando (¿o de los que se estaban defendiendo?).
Saltando, sin criterio lo admito, otra vez en el tiempo, reconozco no contar con demasiados argumentos para hablar de dos de las series sobre médicos de más éxito: Urgencias y Anatomía de Grey. La primera, sencillamente, nunca la seguí, mientras que la segunda, lo admito, nunca me ha llegado a enganchar, con unas tramas muy, quizá demasiado, centradas en los escarceos amorosos de médicos, doctoras, enfermeras y pacientes, en una deriva que suena demasiado a serie para adolescentes. Para eso, Kowalski prefiere recuperar las andanzas del primer gran médico borde de la historia televisiva (una especie de precursor de House en formato sitcom) como era el Becker que nos regaló el gran (en todos los sentidos) Ted Danson.
Pero ¡amigos!, la falta de criterio me lleva a hablar bien de dos series menos conocidas, vilipendiadas en foros diversos y que, lo admito, siempre han conseguido engancharme cuando las he ido encontrando, básicamente, en canales digitales como Sony Entertainment. Doc y Doctoras de Philadelphia.
Antes de recibir una retahíla de abucheos y pañuelos blancos ante tal afrenta, lo admito: Doc, protagonizada por el músico country Billy Ray Cirus (sí, el padre, real y ficticio, de Hanna Montana) no es una buena (aquí se pueden incluir todos los matices que se quiera) serie, pero ofrece ese aire naïf, a medio camino entre una telecomedia y un culebrón, con tramas calcadas, casos previsibles, finales predecibles y recursos utilizados miles de veces. Pero tiene un algo, aunque sea la presencia del médico menos creíble de la historia (Doc sigue teniendo pinta de músico country), un algo quizá filtrado por el mensaje que en todo momento planea en la serie, un mensaje que en la América de Bush sonará quizás a americanista y a moralista (series como el Walker de Chuck Norris siguen un patrón similar), pero ¿y qué?.
Antes de recibir una retahíla de abucheos y pañuelos blancos ante tal afrenta, lo admito: Doc, protagonizada por el músico country Billy Ray Cirus (sí, el padre, real y ficticio, de Hanna Montana) no es una buena (aquí se pueden incluir todos los matices que se quiera) serie, pero ofrece ese aire naïf, a medio camino entre una telecomedia y un culebrón, con tramas calcadas, casos previsibles, finales predecibles y recursos utilizados miles de veces. Pero tiene un algo, aunque sea la presencia del médico menos creíble de la historia (Doc sigue teniendo pinta de músico country), un algo quizá filtrado por el mensaje que en todo momento planea en la serie, un mensaje que en la América de Bush sonará quizás a americanista y a moralista (series como el Walker de Chuck Norris siguen un patrón similar), pero ¿y qué?.
Pero la perfección de un mensaje redentor, de esperanza, de superación incluso de las diferencias sociales que provoca esa misma América es la que surge en una serie producida entre los años 2000 y 2006 por Whoopi Goldberg, Doctoras de Philadelphia (Strong medicine en el original), que narra la historia de la doctora Lu Delgado, a punto de perder una clínica para mujeres sin recursos, que recibe la ayuda de otra doctora (papel interpretado por la misma Goldberg) que le proporciona un lugar y unos medios para continuar con su labor, aunque deberá hacerlo trabajando con la doctora Dana Stowe, fría y profesional.
El equilibrio entre las dos en la clínica Rittenhouse será crucial para abordar casos verdaderamente dramáticos, con una vocación claramente pedagógica e incluso de denuncia social, sin dejar de lado una vertiente espiritual que planea en la mayoría de los episodios.
El equilibrio entre las dos en la clínica Rittenhouse será crucial para abordar casos verdaderamente dramáticos, con una vocación claramente pedagógica e incluso de denuncia social, sin dejar de lado una vertiente espiritual que planea en la mayoría de los episodios.
sábado, 27 de marzo de 2010
Kowalski se hace preguntas absurdas: Igor y Frederick
¿Por qué en la escena del "Podría ser peor, podría llover" de El jovencito Frankenstein, resulta que Igor y Frederick sacan el ataúd desde debajo?
http://www.youtube.com/watch?v=zXm7qOTLgEs
http://www.youtube.com/watch?v=zXm7qOTLgEs
martes, 23 de marzo de 2010
Telebasura de magrugada (2): los timoconcursos
La madrugada, con esas horas nebulosas de visita clandestina a la nevera para devorar medio bote de helado de leche merengada, cuenta con un enémigo voraz, capaz de embaucar a todo insomne: la televisión. Hace unos días Kowalski ya revisó el lado oscuro, cutre y estafador que nuestras cadenas favoritas ofrecen con una retahíla de programación bazofia protagonizada por charlatanes de teletienda, timadoras del tarot y pseudo actores de cine porno, una programación pensada para anestesiar nuestras mentes y para levantarnos por la mañana habiendo atestado varios hachazos a nuestra tarjeta de crédito al comprar una trinchadora de ajos a precio de cena en el Bulli, un politono para el móvil a precio de disco entero, o un vídeo bajo el sugerente título de Cachondas a precio también de DVD edición especial coleccionista con la versión extendida del director. Y todo envuelto en el dudoso papel de regalo de las más bajas vilezas humanas, tanto las del estafador como las del estafado. Pero tarotistas, teletenderos, politonistas y cutre actores al margen, las reinas o los reyes de la noche son los presentadores de los, mal llamados, concursos, una de las más clamorosas estafas de la pequeña pantalla, aunque el número de incautos sigue siendo muy grande, así como la pasividad de las autoridades ante flagrante ejercicio de trileros televisivos. La dinámica de estos concursos pasa por plantar un chico o una chica (si puede ser de buen ver, mejor) un par de horas ante la pantalla. Plano fijo (el realizador puede echarse un sueñecito tranquilamente) y el embaucador reclamando que por favor, que entre ya esa llamada, que hay 2.000 euros en juego, que no entiende como nadie da con el acertijo (sopa de letras, nombres de animales que empiecen por R, diferencias entre dos imágenes,…eso es lo de menos), que no cuelgues, que mantengas tu llamada en espera, que en el próximo minuto quiero un ganador, que venga, venga, venga. Así, las cadenas van llenando sus arcas a cambio del paupérrimo sueldo que dan a la becaria de turno que, por cierto, no sabe que ya ha arruinado su posible carrera como periodista.
Y así, miles de amas de casa con insomnio, adolescentes con legañas que no saben decir basta o cualquier persona que no acaba de adentrarse en el sueño, se desesperan al ver como alguien es capaz de responder “Hipopótamo” a la pregunta “Nombres de animales con la letra R”. ¡Qué fácil! ¡Y ningún tonto lo ve! Venga, voy a llamar, que soy más listo que nadie y me voy a llevar los 2.000 euros. ¡Hay que ver!. Y el teléfono sonará, y una voz metálica de contestador enlatado nos dejará en espera, y en espera, y en espera, y en espera, mientras otro bobo responde “Murciélago”, ante la cara de espanto de la pobre becaria que aspira a ser algún día Terelu Campos. Para reforzar su mensaje, la presentadora (aquí, también son mayoritariamente chicas para embaucar a televidentes masculinos) regala sus “encantos” de distintas formas, ya sea blandiendo un fajo de billetes (no hace falta tener una vista de lince para darse cuenta que son fotocopias en color más grandes que los billetes normales) o incluso desprendiéndose de parte de su vestuario, pura ordinariez barriobajera para inyectar alicientes a los posibles desertores, mientras van colando alguna llamada (en muchos casos son falsas, hechas por ganchos del programa). Eso sí, ese reloj con una cuenta atrás (suele ir acompañado de una bomba a punto de estallar o de una alarma de fondo como si se estuviera incendiando el plató), milagrosamente, vuelve a reiniciarse al cabo de poco rato; claro, el “público” es fluctuante, por lo que no hay que desaprovechar la ocasión de vaciar los bolsillos a los incautos que van zapeando sin rumbo, en muchos casos verdaderos ludópatas catódicos que llegan a acumular facturas con cifras de escándalo.
Más allá de la necesidad de una regulación y una investigación adecuada (de acuerdo, se desmanteló la madrileña Tele Sierra después de reiteradas denuncias), lo más chocante es que los ilusos concursantes no se den cuenta del patetismo de sus intentos, de las maniobras de despiste, de que pueden pasar incluso horas sin que ninguna llamada entre en plató, de que muchas respuestas son tan absurdas que huelen a falsas, de que muchas emisiones ¡ni si quiera son en directo!. Y lo peor: que no se den cuenta de que están malgastando su dinero, pero también su vida, su tiempo, su dignidad, ante una oferta que, por más Tele 5, la Sexta o Cuatro que se sea, se arrastra por el lodo más maloliente de las parrillas televisivas.
Y así, miles de amas de casa con insomnio, adolescentes con legañas que no saben decir basta o cualquier persona que no acaba de adentrarse en el sueño, se desesperan al ver como alguien es capaz de responder “Hipopótamo” a la pregunta “Nombres de animales con la letra R”. ¡Qué fácil! ¡Y ningún tonto lo ve! Venga, voy a llamar, que soy más listo que nadie y me voy a llevar los 2.000 euros. ¡Hay que ver!. Y el teléfono sonará, y una voz metálica de contestador enlatado nos dejará en espera, y en espera, y en espera, y en espera, mientras otro bobo responde “Murciélago”, ante la cara de espanto de la pobre becaria que aspira a ser algún día Terelu Campos. Para reforzar su mensaje, la presentadora (aquí, también son mayoritariamente chicas para embaucar a televidentes masculinos) regala sus “encantos” de distintas formas, ya sea blandiendo un fajo de billetes (no hace falta tener una vista de lince para darse cuenta que son fotocopias en color más grandes que los billetes normales) o incluso desprendiéndose de parte de su vestuario, pura ordinariez barriobajera para inyectar alicientes a los posibles desertores, mientras van colando alguna llamada (en muchos casos son falsas, hechas por ganchos del programa). Eso sí, ese reloj con una cuenta atrás (suele ir acompañado de una bomba a punto de estallar o de una alarma de fondo como si se estuviera incendiando el plató), milagrosamente, vuelve a reiniciarse al cabo de poco rato; claro, el “público” es fluctuante, por lo que no hay que desaprovechar la ocasión de vaciar los bolsillos a los incautos que van zapeando sin rumbo, en muchos casos verdaderos ludópatas catódicos que llegan a acumular facturas con cifras de escándalo.
Más allá de la necesidad de una regulación y una investigación adecuada (de acuerdo, se desmanteló la madrileña Tele Sierra después de reiteradas denuncias), lo más chocante es que los ilusos concursantes no se den cuenta del patetismo de sus intentos, de las maniobras de despiste, de que pueden pasar incluso horas sin que ninguna llamada entre en plató, de que muchas respuestas son tan absurdas que huelen a falsas, de que muchas emisiones ¡ni si quiera son en directo!. Y lo peor: que no se den cuenta de que están malgastando su dinero, pero también su vida, su tiempo, su dignidad, ante una oferta que, por más Tele 5, la Sexta o Cuatro que se sea, se arrastra por el lodo más maloliente de las parrillas televisivas.
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