lunes, 19 de julio de 2010

John Cleese: de Monty Phyton a Hotel Fawlty



Alguien que nació con el curioso nombre de Juan Queso no podía convertirse en notario o en abogado, la verdad. “Señor Queso, acérquese al estrado” no queda serio, y seguro que habría perdido un caso tras otro. Pero el padre de Juan Queso decidió reconvertir su Cheese en Cleese para evitar traumas al chaval. Cuando creció (y mucho), el mal ya estaba hecho (alguien le debió chivar lo del apellido) y, a pesar de estudiar Derecho, se unió a uno de los grupos más hilarantes, surrealistas y demoledores del humor británico, los Monty Python. Cleese, ahora un veterano y conocido personaje (cumplió 70 años hace unos meses) cuenta con un currículum plagado de delicatesen cinematográficas (desde los films con los Python, como Los caballeros de la mesa cuadrada, hasta otras como Criaturas feroces o Un pez llamado Wanda, con la que estuvo incluso nominado a un Oscar al mejor guionista), aunque en mi modesta opinión, claro (lo de “modesta opinión” lo pongo ya como un hábito periodístico a la hora de escribir algunas apreciaciones, como podrían ser la de “marco incomparable”, la de “antesala de los Oscar” o un “cálido aplauso”). Okey, vuelvo al tema… Cleese forma parte de la historia de la televisión con dos proyectos difíciles de igualar: por un lado, Monty Phyton’s Flying Circus (originalmente emitida por la BBC entre 1969 y 1974) y Fawlty Towers (a pesar de ser una serie con sólo dos temporadas que, curiosamente, se rodaron en dos etapas distintas, en 1975 y en 1979). Pero vayamos por partes, que diría Jack el Destripador. La verdad es que no tengo ningún recuerdo de Monty Phyton’s Flying Circus, una serie que tuve que descubrir muchos años más tarde gracias al tráfico de cintas VHS, que tanto servían para grabar la boda de un primo, las pelis de Stallone o, claro, episodios del particular circo ambulante de los Python. La serie se basaba en sketches con un sentido del humor delirante, surrealista, marciano, espléndido. La crítica social era una de sus constantes, con una puesta en escena que se movía entre la campiña inglesa (con una crítica a la burguesía británica), una taberna, un plató de televisión o una tienda. El escenario daba igual, ya que cada historia se convertía en un homenaje al absurdo, al humor inteligente y la creatividad. Alguien dirá que los Python fueron una especie de pioneros, aunque con pocos, muy pocos, descendientes. En España, quizá lo más cercano que hayamos tenido son las andanzas del lobby de Albacete, el de Joaquín Reyes y compañía con sus imprescindibles chanantes y muchachadas. El principal recuerdo que tengo de Cleese, no obstante, ya trasciende a los Python, con una serie que nunca me he cansado de ver, de esas que siguen consiguiendo el efecto risa a pesar de saberme algunos diálogos casi de memoria. Hablo de Fawlty Towers, una serie conocida también como Hotel Fawlty. Con un formato más convencional que el circo Python (Fawlty Towers es la clásica sitcom de enredo y 25 minutos), la serie la produjo la BBC en 1975, aunque se limitó a grabar únicamente 6 episodios. Este dato demuestra lo injusta que puede ser la televisión: ¿Cuántos episodios, de promedio, tienen los culebrones venezolanos de perfidias, traiciones, hijos ilegítimos, chicas Barbie y tupés imposibles? ¿Cuántos tuvo Los Serrano? ¿Por qué ningún juez prohíbe, por mala, la emisión de Física o Química? Afortunadamente, en 1979 se grabó una segunda (y última) temporada, para llegar a la friolera de 12 episodios, una docena de joyitas que vale la pena revisitar. La acción transcurre en un hotelito muy británico, tan decadente como atractivo, en el condado de Devon, y narra el día a día de los propietarios del establecimiento (con el mismo Cleese al frente, como Basil Fawlty), una camarera (Polly, interpretada por Connie Booth, coguionista también de la serie, junto a Cleese), un camarero (Manuel, presentado como de origen español en la versión original) y otros personajes que sufren la tortura de hospedarse en el hotel más caótico de la historia. Resulta que Cleese se inspiró en la visita de los Python en un hotel parecido al que retrata la serie, con un propietario que se comportaba de forma algo extraña y que, en sí mismo, era una especie de guión andante. El propio Cleese recuerda como en una ocasión el hombre sacó al patio la mochila de un Python (Eric Idle) pensando que contenía una bomba, o como, en otra, lanzó de mala manera a un cliente un folleto con horarios de autobuses cuando éste le preguntó sobre el tema. A pesar de que ni el mismo Cleese vio claro el proyecto al principio (ni la BBC, se ve), éste fue un éxito y ocupa un lugar destacado en la historia de la televisión británica. De hecho, ocupa el primer lugar en una lista de los mejores programas de televisión elaborada por el Instituto Británico de Cine, y la quinta posición en una encuesta llevada a cabo por la BBC (en el 2004) sobre las mejores sitcom británicas de todos los tiempos. En Fawlty Towers, Cleese es un propietario algo atípico: irascible, patoso, incoherente e hiperactivo, la comedia de situación llega a cotas muy altas gracias a una serie modesta, de escenarios muy limitados (la recepción del hotel, las escaleras, el comedor, la cocina y el bar son la base, casi de formato teatral, de todas las tramas) y con una capacidad para crear un ritmo tan veloz como divertido. El gran contrapunto a Cleese es la figura de Manuel, un camarero pachorras, despistado y tierno que saca de quicio a Basil. Se da la circunstancia, por eso, que Manuel fue el responsable indirecto de la no emisión de la serie en la tele pública española (TVE). Manuel se define en la serie como un inmigrante español (“He is from Barcelona” es una de las coletillas de Basil para justificar las confusiones de su empleado con el inglés), aunque en un ejercicio digno de estudio, TVE decidió cambiarle la nacionalidad y convertirlo en italiano bajo el nombre de Paolo. TVE parece que consideraba el personaje de Manuel como producto de la xenofobia y los prejuicios británicos, por lo que emitió un episodio y, ante los problemas de doblaje de un Manuel hispano reconvertido en transalpino, canceló la emisión. Eso fue en 1981, pero cinco años más tarde, la televisión pública catalana (TV3) y la vasca (ETB) se hicieron con una serie que TVE negó al resto del Estado. Así, me pude zambullir en un Fawlty Towers en catalán y que, eso sí, también reconvirtió a Manuel en ciudadano de otro país. En este caso, en mexicano, con su acento y todo. En la tele de Euskadi, Manuel sí que pudo aparecer como español. Todo este pseudoconflicto internacional lo conocí muchos años más tarde, por lo que mi Manuel es mexicano de pura cepa y convierte las confusiones con el castellano en verdaderas perlas del humor.
El largirucho actor, desde ese Basil, forma parte de esa clásica y particular lista que todos tenemos de actores que ya justifican la visión de una película. En mi caso, aunque el film sea después un tostón, si cuenta con Gene Hackman, Harvey Keitel, Jean Reno, Leslie Nielsen o, claro, John Cleese, en los títulos de crédito, ya vale la pena. Si alguien tiene alguna duda, que dedique unos minutos a visionar los dos videos siguientes y que tenga claro que nunca, nunca, debe llegar a sus oídos el chiste más gracioso de la historia.
 

viernes, 18 de junio de 2010

"Bones": el miedo a estar solos


Hay series menospreciadas por la crítica (y olvidadas por los premios Emmy), pero tampoco Hitchcock ni Fellini ganaron un Oscar y sí Sandra Bullock. Suena a justificiación barata, lo sé, pero es que voy a afirmar que me gusta Bones. De acuerdo, Bones sigue el patrón algo prototípico de series de investigación criminal como la sobrevalorada CSI o las buenas Mentes criminales o Numbers, pero sus diálogos y el cara a cara entre sus dos protagonistas representa la mejor tensión sexual no resuelta de la historia de la pequeña pantalla (con permiso, claro, de los Mulder y Scully de Expediente X). Al más puro estilo McGuffin de Hitchcock (lanzar un señuelo argumental para acabar hablando de otro), diré que Bones no es Lost, ni mucho menos, pero es con Lost no oso plasmar por escrito lo que la mejor serie de la historia ha sido (y es) capaz de inocular en un servidor. Hay muchas voces que la califican de aburrida o de incomprensible. Nada de eso. Lost es brillante, sublime, una obra de arte en un mundo de telebasura y en plena decadencia a pesar de la multiplicidad de canales, que van salpicando como Gremlins esparciéndose en una piscina. Aumentar la basura no es la solución, lo siento, por lo que la ficción (internacional, ya que la nuestra deja mucho que desear) es todo un salvavidas.
Que sí, que vuelvo a Bones. A partir de la investigación de casos de asesinato en el Instituto Jeffersonian (un Smithsonian pasado por el filtro de la ficción), la serie nos presenta a una antropóloga forense (Temperance Brennan, interpretada por Emily Deschanel) y a un agente especial del FBI (Seeleey Booth, interpretado por David Borenaz). Así, Brennan y Booth se adentran en la caza y captura de asesinos a partir de la información que pueden obtener de los huesos de la víctima, por lo que cada episodio se nos presenta con una intro decorada con algún cuerpo en avanzada descomposición, con restos de huesos o con esqueletos que parecen escapados directamente de alguna peli de terror. Pero, al contrario que en CSI, Bones se recrea algo menos en las autopsias y estudios forenses, y cuando lo hace lo enfoca con algo más de humor (o sea, que dan menos asquito en alguien tan miedica como un servidor) y como excusa para presentar unos diálogos espléndidos, tanto entre Brennan y Booth como con unos secundarios de lujo que compiten en calidad, por ejemplo, con los de House. Así, la antropóloga y el agente especial conviven con un millonario que ejerce de analista de órganos (Jack Hodgins), una artista forense especialista en comportamiento humano y capaz de poner rostro a los cuerpos (Ángela Montenegro) y un joven, y a menudo ignorado, psicólogo (Lance Sweets) que intenta asesorar y hasta analizar tanto el trabajo como las relaciones entre sus compañeros, con resultados algo tristes. Pululan también por ahí otros personajes, como la jefa de Brennan (Camille Saroyan, con cierto peso en algunos capítulos) y varios becarios (un toque de humor más, aunque son distintos los que han ido desfilando), pero el quinteto titular permite a los guionistas una serie de hilos argumentales que en un solo capítulo ya tienen más valor que la programación entera de Tele 5.
Brennan busca claves ocultas en unos huesos (de hecho, Huesos es el apodo que le ha puesto Booth) que tiene claro que casi pueden hablar y ofrecer información acerca de una persona, de cómo murió y hasta de cómo vivió.
Pero la grandeza de la serie se basa en la relación Brennan-Booth. Así, mientras la antropóloga es fría, muy inteligente, algo ingenua, demasiado literal en sus apreciaciones, nada mística, racional, con escaso sentido del humor, emocionalmente retraída, centrada en su trabajo y con fe únicamente en la ciencia, el agente especial es abierto, formado en el ejército, creyente, impetuoso en ocasiones, con sentido del humor, deportista e intuitivo. O sea, un equipo perfecto para luchar contra el mal. Emocionalmente, se conoce poco de la vida sentimental de Brennan (aunque ella hace algún comentario), mientras que de Booth se sabe que tiene un hijo y que en su vida van surgiendo diversos romances, aunque el más esperado tuvo hace poco un desenlace algo tristón. Sus diálogos son impagables y han ido forjando un lazo muy intenso, con una atracción evidente (hasta la científica parece estar cayendo rendida a los encantos de su compañero de gigantescas hebillas de cowboy y fobia a los payasos) y un conocimiento mutuo que incluso dificulta la relación con el resto de miembros del Jeffersonian. Para hacer más evidente esa tensión no resuelta, en el otro extremo del cuadro los guionistas han querido que Ángela y Hodgins sí que tengan un intenso romance. Ángela es (demasiado) desinhibida y lucha con el carácter de Brennan, a la que quiere convertir a su causa, mientras (de otra forma) juega también con Hodgins, con el que está incluso a punto de casarse.
La serie ha llegado al capítulo 100 (a pesar que La Sexta sigue mareando un poco a los seguidores con una mezcla de episodios actuales y antiguos, sin demasiado criterio ni lógica). ¿Una cifra relevante? Lo importante ha sido el hecho de que se centró en la pareja protagonista, con un flashback lostiano para remitirnos al momento en que ambos se conocen. Cuando arrancó la serie, Brennan y Booth ya se conocían y, de hecho, empezaron con cierto mal rollo entre ellos. ¿Cómo cambió la cosa? Es un capítulo (dirigido además por el mismo David Borenaz) que apunta a un final feliz, pero que concluye con unos minutos sublimes (y no tan felices), cuando Booth se declara abiertamente (lo había hecho antes en muchas ocasiones, sin explicitarlo) pero Brennan, afectada y con los ojos llorosos, le rechaza. Estos pocos minutos tienen más fuerza, más intensidad narrativa, más savoir faire televisivo que todas las escenas juntas de “amor” que las series hispanas han intentado colar como emocionantes y que acaban rozando cierto ridículo costumbrista. Brennan no esquiva a Booth porque no le quiera. Al contrario. Teme perderle algún día, teme tener que trabajar (lo que llena su vida) sin él al lado. Teme reconocer que tiene sentimientos. Teme.
Bones, pues, se nos presenta como una serie más basada en la resolución de un asesinato. Pero es algo más, mucho más. La esencia policíaca es la excusa para ofrecer una trama, pero Bones es una serie sobre el amor y el desamor, sobre la soledad, sobre el miedo, sobre el deseo, los celos y las relaciones humanas. Es un despliegue técnico espectacular para acabar en lo más frágil del ser humano: no, no es el miedo a morir o a estar rodeados de violencia. Es el miedo a estar solos.

lunes, 7 de junio de 2010

"Mujeres ricas": pornografía del lujo en prime time



¿Sientes que el único glamour en tu vida consiste en unas zapatillas con borlas o en echar un bote de esos de sales en la bañera para imitar un jacuzzi? ¿Tu vida casera consiste en sortear pilas de ropa sucia? ¿Tu cocina no consigue nunca estar recogida y siempre aparece ese plato con restos de migas o ese vaso con algún grumito de Cola Cao reposando en el fondo?
¿Tu cuarto de baño no tiene un espejo tamaño XXL y una ristra de bombillas en plan camerino alrededor? ¿Vas a ser mamá y te acaban de quitar ante tus narices el cheque bebé? ¿Abres la puerta del párquing, si tienes, y en lugar de un Ferrari aparece un Opel Corsa con un par de bollos por arreglar? ¿Tu vida roza el vacío al no contar con una mansión estilo medieval, con piscina climatizada y varias chicas de servicio para poder dar órdenes a tutiplén? No te preocupes, para eso está la nueva tendencia de la tele, para enseñarte la vida de otros, pura pornografía de las clases sociales, con sus casas, sus coches, sus nuevas caras o sus liposucciones, sus fiestas, sus armarios infestados de modelitos, sus caprichos y sus problemas, que también los tienen (o los fingen, vaya). 
Hace unas semanas, La Sexta estrenó un docu-reality que, sólo con el título, ya deja claras sus intenciones: Mujeres ricas. La verdad es que la cadena de Milikito mantiene propuestas más que dignas (Sé lo que hicisteis o Buenafuente son claros ejemplos de humor y hasta de crítica sana) pero ya perdió muchos puntos con el lanzamiento de un engendro violento, zafio y telecinquero como Generación Ni-Ni, un Gran Hermano encubierto con niñatos que, en más de una ocasión, han traspasado la línea de la decencia, la ética y hasta la legalidad.
Mujeres ricas nos lo venden como el seguimiento del día a día de una mujer empresaria que encarna el lujo, de la esposa de un antiguo jugador de futbol o de dos hermanas madrileñas que acaban de divorciarse. La cadena intenta vender eso de reflejar su vida personal o de ir más allá del personaje, pero es evidente que todo se basa en la exhibición impune de lo que unas mujeres forradas y aburridas hacen con su dinero: no lo duden, si quieren ver yates en Marbella, Ferraris más caros que el de Fernando Alonso, trajes más exclusivos que los de Francisco Camps, joyas más tentadoras que la Pantera Rosa o tardes en tiendas de nombre afrancesado y olor a caro, este es su programa. Para ver todo eso, prefiero las películas de James Bond, que al menos sabes que es mentira y te ofrecen una dosis de acción y algo de intriga, la verdad.
De forma casi paralela, Cuatro (otra cadena que empezó con algo de criterio, pero que está bajando enteros desde su fusión con Tele 5) estrenó Casadas con Hollywood, sobre la vida de cuatro españolas con más dinero que Tío Gilito y que viven en Los Ángeles con la única preocupación de qué van a ponerse para ir a una fiesta de Eva Longoria. Aguanté como diez minutos, ni que sea para poder hablar sobre ello, pero he tenido el valor de tragarme varias emisiones del engendro de La Sexta. Sí amigos, me he zambullido en un baño de lujo, exuberancia y bizarrismo y en la plasmación de lo que es otra versión Ni-Ni (mujeres que ni trabajan, ni se lo plantean, ni piensan, ni nada). Una de ellas, por ejemplo, se encapricha de un Miró (sabe que es un pintor, pero poco más) y discute con su marido sobre si el Miró o un abrigo de visón, que está como indecisa y eso la agobia un poco. El marido contesta que, con la crisis, prefiere invertir en sus empresas y, literalmente, “salvar puestos de trabajo”, pero eso, para ella, es demasiado vulgar, plebeyo y chabacano. Respuesta de la mujer: “Te molesta que compre dos cosas para mí”. Réplica del pobre marido: “”¿Tú no lees los periódicos o qué?” (creo, sinceramente, que a esa cuestión le podríamos hasta quitar lo de los periódicos). La ricachona llega a afirmar que “el arte me persigue” (glups). En fin.
Otra de las protagonistas es la esposa de un ex futbolista argentino, una mujer de la que prefiero hasta obviar el nombre ante su total falta de escrúpulos y su ordinariez (bañada en Chanel y rodeada de lujo, pero cutrona, cutrona). La susodicha llega a criticar la presencia de prostitutas en Marbella que se insinúan a los maridos hasta en los supermercados, cuando ella defiende el papel de las señoras de compañía más de lujo, como ella misma (y no lo digo yo, que lo afirma ella y se queda tan ancha). El resto del programa se mueve entre la humillación a las mujeres del servicio, un partido falso de pádel, unos hijos repelentes que están todo el día haciendo el vago (o sea, lo que ven), una fiesta de la pamela de mujeres de piel estirada y neuronas patinando entre tanto sombrero y hasta una sesión de tupper-sex de la que, por amor a cualquier lector que haya llegado hasta aquí, me abstengo de comentar ningún detalle.
¿Eso interesa a alguien? Veamos: La Sexta suele moverse en cuotas de pantalla alrededor del 6%, mientras que Mujeres ricas se convirtió (con 2,1 millones de espectadores y casi un 14% de share) en el mejor estreno de la historia de la cadena. Para rizar el rizo (se ve que los audímetros esos, y que nadie ha visto nunca, lo saben todo), ese porcentaje escaló hasta el 18,5% entre las personas de clase alta. En definitiva, el dinero convertido en ídolo. El ídolo convertido en mujer millonaria aburrida. Y la vida de esa mujer convertida en programa de televisión. Eso sí que es pornografía en prime time.



viernes, 28 de mayo de 2010

Ángel Cristo contra las fieras del corazón



Como buen niño que se precie, de pequeño fui al circo. Como buen niño que se precie, supongo que pasé largo rato embobado observando piruetas, contorsiones, equilibrios y caballos con un tipo que no para de saltar y de realizar acrobacias. Supongo. La verdad es que nunca me ha gustado el circo, a pesar de ese aire como romántico, melancólico y hasta outsider que lo rodea. Ver a unos tipos de apellido ruso (aunque sean de Getafe), con mallas negras lanzándose desde un trapecio nunca me ha llamado la atención. ¿Qué tiene mérito? Muchísimo, no lo dudo, pero también tiene mérito la natación sincronizada y, como deporte, me aburre soberanamente.
También tiene mérito la pintura de Miró y nunca le he encontrado el punto que sí descubrí en Dalí o Pollock. También tiene mérito la discografía completa de Nacho Cano y nunca me ha transmitido la más mínima emoción.
A lo que iba: los únicos personajes que me han gustado del circo son los payasos, los bufones, los personajes de cara pintada, zapatones imposibles y gags reiterativos, pero que son capaces de captar mi atención. Suelen protagonizar pequeños gags en los descansos entre acróbatas en bicicleta y chinos que hacen rodar platos encima de unos palos, pero siguen siendo los mejores, como esos anuncios bien hechos (algunos) en las pausas de una mala película.
Pues bien, hace un par de semanas murió Ángel Cristo, oficialmente conocido como domador de fieras y empresario circense, pero en realidad popular por sus escándalos, su matrimonio con Bárbara Rey (entre 1980 y 1988) y sus apariciones en revistas y programas del corazón. Él quiso ser domador y triunfar (y, ojo, que llegó a contar con uno de los circos más importantes de Europa, el Circo Ruso) pero acabó siendo el payaso, el bufón, el muñeco con el que todos los periodistas (perdón por calificarlos así, pero prefiero no poner insultos) del corazón se atrevían.
De acuerdo, Ángel Cristo tuvo una vida de excesos y no precisamente ejemplar: presuntos malos tratos a su mujer, drogas (aquí ya no es presunción), denuncias por el estado de abandonos de sus animales, polémicas varias y hasta detenciones.
No se trata de atacar o defender al personaje. Ni se trata de criticar que viviera a costa de los suculentos dividendos por parte de la prensa del corazón, una prensa que practica un doble juego: por un lado, el exceso de almíbar, el empalagoso estilo de decir lo guapa y elegante que va la princesa, la tonadillera, el torero o la actriz y lo feliz que es en este momento de su vida. Pero por otro, el ataque descarnado, como una jauría de hienas hacia la presa fácil, débil, moribunda, que huye campo a través pero con un balazo mortal en su cuerpo. En este segundo episodio es donde entra Ángel Cristo. Y repito, prescindo de la catadura moral de un personaje que sacó tajada económica por dejarse acorralar por esas fieras hambrientas, a las que supo domar como si de leones o tigres se trataran.
Eso sí, más de un zarpazo o un hueso roto se llevó Ángel en sus cara a cara con las fieras (y sí, hablo tanto de los animales como de los carroñeros del corazón). Hace unos meses, Ángel Cristo se sentó en la silla de las torturas de DEC (el antaño ¿Dónde estás corazón?) y dio toda una lección de cómo conseguir dinero a cambio de nada.
A sus 65 años, harto ya de una vida descontrolada, quizá pensó que su prestigio no podía salir más maltrecho de una pelea más. Eso sí, a cambio de dinero, de mucho dinero. Así, el domador se sentó en ese peculiar patíbulo y dejó que las hienas chillaran, escupieran bilis e intentarán morderle por todo el cuerpo. María Patiño, Gustavo González o Gema López atacaron y humillaron a un personaje que, hierático y en una actitud casi zen, prácticamente ni les miró. Los colaboradores de Cantizano, poco acostumbrados a perder (su habitual muchos contra uno acaba con sus presas) se pelearon incluso entre ellos, mientras Ángel se embolsó unos buenos emolumentos después de un episodio de pasividad espectacular. Ángel, tras muchos años conviviendo con la prensa más zafia que existe, supo finalmente aprovecharse del sistema, y tal cómo dijo el periodista Alfons Arús (en su programa Arucitys) hablando sobre esa intervención: “La cara de Ángel Cristo es mejor como humor que un gag de los Morancos”.
Ángel Cristo ha sido víctima y cómplice al mismo tiempo. Ha alimentado a esa prensa tramposa, venenosa y sin ningún atisbo de ética o respeto, pero también ha servido como diana para que los sicarios del cuore lanzaran sus disparos a bocajarro, sin piedad, una forma de matar a alguien lenta y dolorosa.

lunes, 17 de mayo de 2010

Uri Geller: la broma infinita

¿La proliferación masiva de cadenas de televisión ha mejorado la calidad de la programación? No se trata de tirar de la nostalgia para soltar tópicos como “…antes la televisión sí que era buena”, ya que corremos el riesgo de acabar diciendo a nuestros hijos que antes sí que se jugaba de verdad en la calle, que los tomates sabían a tomates o que todos los vecinos se conocían y tenían las puertas de las casas abiertas. La nostalgia es muy traicionera, es cierto, ya que nos hace recordar, o hasta idealizar, tiempos pasados. No se trata de eso, pero quiero hacer un ejercicio que enlaza pasado y presente a través de un nombre: Uri Geller.
La verdad es que uno de mis primeros recuerdos televisivos es, precisamente, el de este extraño personaje. Yo tenía sólo cinco años, pero nunca olvidaré la imagen de un tipo de cara rara, concentrado y con una cuchara entre sus dedos que se doblaba, presuntamente, con el poder de su mente. Geller trastornó la escena televisiva en 1975 durante una emisión del programa Directísimo, dirgido por uno de los grandes monstruos de la televisión en España, José María Íñigo, ese hombre a un gran mostacho pegado. En el último año del franquismo, ese espacio todavía sufrió la censura que evitó la visita de algunos personajes como el ajedrecista Anatoly Karpov, aunque consiguió la presencia de un tipo de estrellas que hoy no suelen prodigarse por los platós hispanos. Amigos, en una época en que en España proliferan triunfitos varios (con todos los respetos, pero Bisbal, Bustamante y Gisela no son precisamente Sinatra o Barbara Streisand), famosos casposos, cutres y, en algunos casos, delincuentes o faltos de cualquier ápice de ética (desde Núria Bermúdez hasta Violeta Santander, pasando por Julián Muñoz, la Pantoja y compañía), resulta que Íñigo consiguió llevar a su programa en blanco y negro de Prado del Rey a gente como Tina Turner, Johnny Weismuller (o sea, Tarzán), Diana Ross, Alain Delon o el cosmonauta Neil Amstrong.
Alguien dirá que, hoy día, figuras de esta talla no se prodigan en televisión. Falso. Tan sólo hace falta observar quienes son los invitados a los programas de gente como Letterman, Jay Leno o Oprah Winfrey. Ya en 1976, con Franco criando por fin malvas, Íñigo consiguió la presencia del Nobel ruso Alexander Solzhenitsyn, aunque si ese programa ha pasado a la historia por una visita, es por la de Uri Geller. De acuerdo, yo era muy pequeño, pero no recuerdo ninguna imagen de Diana Ross y sus Supremes, ni de Weismuller rememorando tardes de liana y taparrabos o de Armstrong hablando de esa huella en la Luna. No. La única imagen que tengo grabada es la de esa cuchara doblándose como mantequilla ante la cámara y la del rostro hierático, casi de película de terror, de Geller. De acuerdo que en esa época no había competencia, pero las crónicas hablan de una audiencia de 20 millones de personas (¿cuántos habitantes tenía España en 1975?). Los teléfonos de RTVE se colapsaron con llamadas de personas que aseguraban que, en sus casas, relojes o transistores estropeados volvían a funcionar y que también habían doblado cucharas durante la presencia en la pantalla del rostro de Geller. Desde ese momento empezaron a surgir dudas ante lo que muchos calificaron como fraude, pero lo más sorprendente es que ese debate, 34 años después, continua vigente. Algunos especialistas de la época aseguraron que Geller trataba los metales con nitrato de mercurio, lo que ayudaba a reblandecerlos, o que jugaba con efectos ópticos y con el poder de la sugestión, aunque otros testimonios seguían defendiendo que en sus casas habían vivido experiencias similares. De hecho, el mismo Íñigo confesó que no pudo volver esa noche a su casa con su coche, ya que la llave se había doblado.
Hace diez años, el gran Eduardo Punset invitó a Geller a su programa Redes (en La 2). Punset definió a Geller como “pionero” en algo que “hoy día es ciencia, pura ciencia”. ¿Un mago? ¿Un fraude? ¿Un científico prestidigitador? Lo cierto es que Geller se encuentra, sin duda alguna, en el top ten de los momentos televisivios más impactantes de la televisión española del siglo XX (hagan memoria: ¿cuántos más recuerdan con la misma intensidad?). Su popularidad le convirtió en millonario, por lo que acabó desapareciendo del mapa en los años 80, para ir volviendo esporádicamente.
Pues bien, resulta que en los últimos años, Geller ha vuelto al primer plano de la actualidad con la creación de un programa llamado El sucesor, y que ya ha pasado por televisiones de los Estados Unidos, Canadá o Israel (su país de origen). Como si retrocediéramos en el tiempo, la polémica vuelve a ser la misma: ¿Geller es un fraude o un genio?. El programa pretende encontrar personas con talentos paranormales, o sea, como un Operación Triunfo, pero sin gorgoritos ni abrazos más falsos que un billete de seis euros. ¿Y quién está al frente del jurado? Premio: el mismo Geller, que ha conseguido convertir en real su particular broma infinita.
Para muchos, esa imagen de un presunto parapsicólogo con cara de enfadado doblando una cuchara hace más de tres décadas es un recuerdo simpático. Geller suena a freak del pasado, pero se trata de una empresa multinacional que genera millonarios ingresos. De hecho, ya está planificando para dentro de unos años una final mundial en Las Vegas para elegir al mejor de sus sucesores. A él, le da igual que vayan apareciendo grupos de magos, de parapsicólogos o de asociaciones de vecinos que lo tachen de farsante. El negocio sigue en marcha. Uno de los ejemplos más claros fue durante la emisión del programa en Israel (con audiencias de hasta un 40%, porcentaje que dobla lo que hoy día en España se puede considerar una cifra de éxito). Una asociación de parapsicólogos israelí denunció que el programa “no tiene nada de sobrenatural”, mientras el propio Geller respondía que no utilizaban ningún truco de manos, y que todo se basaba en poderes sobrenaturales de los concursantes, capaces de “obrar maravillas”. Otros magos, en cambio, defienden a Geller, aunque afirman que lo que hace él es eso, magia, pero entendida desde el punto de vista de la ilusión óptica, la prestidigitación y los trucos.
En unas declaraciones, Uri Geller llegó a defender su propuesta con la siguiente frase: “La gente quiere entretenimiento, pero también esperanza”. Doblador de cucharas, mentalista y showman para unos. Estafador, mago de pacotilla para otros. Un fenómeno nacido al amparo de la televisión. El espectáculo, en definitiva, debe continuar. Geller ha conseguido sembrar dudas y confusión, creando a su alrededor una verdadera legión de seguidores que creen en sus supuestos poderes. Jugar, pues, al despiste en aras del espectáculo. De hecho, él mismo ha llegado a decir que controla una especie de magia que nunca desvelará. Pues eso, magia, entendida como la puesta en escena de trucos. ¿Es eso un engaño? Hablamos de televisión, basada en eso, en la ilusión, en la ficción en muchos casos, en falsas realidades. Quizá sería más honesto admitir que se trata, precisamente, de un mago. De un gran mago, si se quiere. ¿No lo es acaso David Copperfield?
Lo más criticable quizá sea esa idea de ofrecer una esperanza basada en la supuesta capacidad de manipular el entorno con la mente. Ahí, rozamos unos delirios de grandeza que no corresponden a ningún ser humano. Ahí, jugamos a ser Dios sin serlo.

lunes, 3 de mayo de 2010

El juego de tu vida: más basura





Me da igual lo que digan los del zoo. Siempre que tiro cacahuetes a la jaula de los monos, están contentos. Así es como funciona buena parte de la oferta televisiva. Las cadenas y productoras saben que hay una retahíla de asociaciones, entidades o particulares enojados que iniciarán campañas, editarán folletos con vocación didáctica o elevarán sus protestas al defensor del pueblo. Les da igual. Ellos saben que los televidentes, los monos, empezarán a dar piruetas y saltarán de alegría cuando se inicie una fabulosa lluvia de cacahuetes. Siempre mirando de reojo por si viene uno de esos guardias pasados de peso y con una porra que parece de juguete, pero sin dejar de lanzar los apetitosos manís a la audiencia. Y es que, amigos, Tele 5 consiguió  rizar el rizo con el que, seguramente, ya es uno de los programas más morbosos, denigrantes y zafios de su historia (en un duelo cuerpo a cuerpo con el desaparecido Aquí hay Tomate o con el Gran Hermano que no se va ni con lejía de la parrilla). Hablo de El juego de tu vida, un engendro que la misma cadena vende como “un concurso para medir la sinceridad de los concursantes”. ¿Un concurso? Al frente, situaron a Emma García, que desde abril del 2008 presenta el espacio, en un ejemplo de cómo una carrera profesional puede ir de mal en peor: Emma presentó durante cinco años el magacín A tu lado, que no era más de lo mismo en este tipo de programas, o sea, prensa rosa, marujeo, y famosetes casposos. De hecho, entre sus colaboradores no faltaban antiguos habitantes de la casa del morbo de Milà, pseudofamosos (como el Guardia Civil que se quedaba multas y luego se casó con la hija de Rocío Jurado) o pseudoperiodistas rosas como Karmele Marchante. Emma también hurgó en la basura en una de las imitaciones cutres de Gran Hermano, en este caso Supervivientes, con el mismo morbo pero rollo náufragos que tienen que pelearse por la raspa de una sardina y lucir moreno. Pero cuando Tele 5 se cuela un día entero en el zoo, su bolsa de cacahuetes es muy grande, por lo que a Emma le tenía reservada una sorpresa, con uno de los proyectos más barriobajero, manipulador, morboso y antiético jamás perpetrado. Basado en un programa que ya funcionaba en los Estados Unidos, de acuerdo, pero igual de criticable. El juego de tu vida, en teoría, no es más que un sencillo concurso basado en la técnica del polígrafo con personas anónimas. De entrada, el primer engaño es al televidente, ya que ni polígrafo ni nada que se le parezca, y tan sólo una voz en off de esas tan cinematográficas que se limita a decir si la respuesta dada es verdad o mentira, mientras Emma y el concursante cruzan miradas, risitas tontas o caras de enfado. ¿A que podría parecer hasta un programa digno, estilo 50x15? ¡Pues nada que ver! Es obvio que no hay polígrafo, y que los detalles de la vida del concursante los consigue un equipo de guionistas, que deben taladrar a preguntas al propio interesado (seguro) y a familiares y amigos, sobre detalles escabrosos y de muy mal gusto sobre su vida. Además, la propia Emma, de repente, pone cara de reprobación, de jueza suprema, ante algunas de las confesiones del concursante, como perdonándole la vida, mientras pregunta a algunos de los incautos acompañantes que qué les parece la respuesta. Infecto, sinceramente. Hasta 21 preguntas (en el momento de fallar, a la calle) para poder ganar hasta 100.000 euros. Un buen pellizco, pero a cambio de responder sobre cuestiones (todas las que adjunto, reales del programa) como si se quiere más a un hijo que a otro; sobre si se ha engañado al marido con varios compañeros de trabajo; sobre prácticas sexuales o sobre mentiras a amigos. Entre las decenas de personajes que se han dejado humillar a cambio de dinero (o de nada, en muchos casos, cebos baratos, baratos) destaca el de un chico que se embolsó 100.000 euros (que cada uno haga sus cálculos sobre lo que eso representa, por ejemplo, en una hipoteca media) por admitir que, trabajando como mecánico, había engordado facturas, había vendido coches con el cuentaquilómetros trucado y había llegado a robar vehículos aprovechando sus conocimientos. Es decir, que no sólo se llevó a un delincuente al concurso, si no que se le dio el premio gordo como agradecimiento. La cadena amiga ya ha engordado las cuentas de otros delincuentes (Julián Muñoz y Luís Roldán, los más conocidos), pero la amiga Emma García, con su cara de ay qué ver lo que dices, se convirtió en cómplice de un chorizo sin ningún tipo de miramientos. Otra chica, en una de las participaciones más denigrantes, confesó que le repugnaba acostarse con su marido, que pensaba estar desperdiciando su vida a su lado y que deseaba la muerte de su suegra. Y Emma, allí, tan profesional, tan serena y tan puesta ella. Eso sí, la chica acabó el concurso, se embolsó también los 100.000 euros y dijo que había valido la pena. Lo dicho, ni escrúpulos, ni ética, ni buen gusto, ni nada de nada. Y sí, la última chica tenía razón: ¡qué pena!