lunes, 26 de abril de 2010

Post Sant Jordi



Un post sobre Sant Jordi. Post Sant Jordi, vaya. Uno no está acostumbrado a firmar libros. Uno no está acostumbrado a hablar con quien va a leer lo que has escrito. Para eso escribo, para no tener que hablar. Eso pensaban Salinger, Kennedy Toole o Rulfo. Sant Jordi empezó (en la librería Bertrand, en Terrassa) tímido, vacilante y hasta indeciso, pero levantó el vuelo y permitió conversaciones sobre novela negra, sobre pastelitos y sobre autores frikis. Y, se supone que lo mejor, con decenas de firmas. Continuó con una entrevista televisiva en Canal Terrassa (en la que hablé pero casi no me oí por un extraño efecto, no sé si de autodefensa o de dirección pura y dura del micro) y se remató en Barcelona con algunas firmas más y con un cierto empacho de olor a rosas, de señoras (y algún señor) que se aferraban a la mesa y formaban un muro infranqueable para otros transeúntes y de (demasiado) ambiente. Compartí momentos con conocidos, con desconocidos, con lectores voraces, con los que "recomiéndame algo que me pueda gustar (!!)" y con escritores amigos. El colofón fue cruzarme, ya al marchar, con Enrique Vila-Matas, que buscaba un taxi enfundado en un abrigo largo y con esa mirada de querer huir para refugiarse en sus bartlebys particulares, en su literatura portátil, en sus recuerdos inventados. Quería decirle algo. Él caminaba ajeno a todo. Pero quería decirle algo. No pude. Hoy creo que atacaré sus dublinescas de una vez y no podré escribir nada. Da cosa.

jueves, 22 de abril de 2010

Sant Jordi


Cuando yo contestaba: "Escritor", el empleado de aduanas me repetía: "No, le he preguntado la profesión". (Luis Sepulveda)
Ser escritor no equivale a publicar. Igual que no publicar no implica no ser escritor. Pero cuando escribir es un tic, una deformación casi y se convierte en una obsesión, un acumular constante de ideas mal garabateadas en un tiquet de metro o en los escasos rincones libres de la agenda, entonces uno se da cuenta que está infectado. Sartre podía pasar cuatro horas seguidas sin levantar la vista del papel. Yo puedo pasar cuatro horas con la vista perdida en el mundo, trazando mentalmente una frase, una escena, un crimen, un encuentro, un retrato, una práctica íntima y privada que hace un tiempo intenté hacer pública. Es por eso que mañana me enfrento a mi primer Sant Jordi como autor. Lo haré entre la vorágine de autores mediáticos, de otros que deberán organizar colas como en los aeropuertos o de los que venderán igual ese día que durante el resto del año, que para eso están expuestos al público. Escribir no debe ser eso, pensará alguien, pero si mañana me ves con cara de perdido y con un boli negro en la mano, acércate, que yo tendré más miedo que tú.

lunes, 12 de abril de 2010

Scorpions: power ballads for ever

Conexiones con la caída del muro que separaba las dos Europas. Con el final de la Guerra Fría. Con Gorbatchov. Con Rostropovich. Con la Filarmónica de Berlín –con la que hasta grabaron un disco–, pero también con Kiss y con Elvis. Scorpions (y más ahora que anuncian su retirada) merecen una entrada propia en las grandes enciclopedias del siglo XX, ya sean de Historia o de Música.
Incansable, la banda que hace ya cuatro décadas fundaron Klaus Meine y Rudolf Schenker –los únicos supervivientes de aquellos inicios– empezó a moldear la leyenda del mejor grupo del mundo creando power rock ballads –con el permiso de Aerosmith–, ya que ¿quién no ha silbado o tarareado en alguna ocasión "Still loving you" o "Wind of change"?
Durante su travesía plagada de discos –su despedida, Sting in the tail, es el álbum número 22 en el casillero de los alemanes, sin contar los incontrolables recopilatorios– han ido emergiendo temas insuperables como "Send me an angel"; "Under the same sun"; "Holiday"; "Blackout"; "Lovedrive"; "Rock me like a hurricane"; "Coming home" o "In trance".
Sí, lo admito: a pesar de algunas portadas de dudoso gusto –bastante machistas, algunas– y de no escribir unas letras a la altura, digamos, de Nick Cave, Bob Dylan o Tom Waits, los escorpiones forman también parte de la banda sonora de mi vida.
Vía telefónica, contacté con Rudolf Schenker cuando sacaron su anterior disco (Humanity Hour 1), un personaje afable como pocos –en un mundo plagado de divos insoportables– y que asume con orgullo el papel casi mesiánico del mensaje de Scorpions, pero sin olvidar el sello de la casa: esos riffs, esa voz y, lo reconozco, esos mecheros encendidos y ondeados al viento para corear, de nuevo, "Living for tomorrow".
Schenker representa la esencia de Scorpions. Ok, Klaus puede ser la imagen y Mathias Jabbs (en el grupo desde 1979) merece también el título de gran escorpión, pero Rudolph sabe transmitir el estilo Scorpions; al otro lado del hilo telefónico, toma la iniciativa como si él fuera el periodista. Como si él no fuera el primer interesado en hablar del mejor grupo alemán de la historia. Como si él no hubiera compuesto “Send me an angel”. En tiempos inmisericordes para el rock (¿alguien no se ha dado cuenta que es realmente la música alternativa del siglo XXI?), Scorpions van a la suya, obviando un poco esos vientos de cambio a los que ellos mismos dedicaron un gran tema.
Rememorando su historia, Schenker cuenta que "la música fue nuestro primer amor. Y en Scorpions, además, todos los músicos que han pasado hemos sido y somos grandes amigos”. De hecho, en la última gira tocaron varias veces con antiguos miembros del grupo, como Uli John Roth y el propio hermano de Rudolf, Michael, algo poco habitual en otras formaciones. Schenker recuerda sus inicios, hace más de cuatro décadas, como "muy duros", ya que "mucha gente nos decía que estábamos locos, aunque al final captaron nuestro mensaje, una especie de revolución pacífica desde Alemania", cuando el mundo solía, y suele, poner su punto de mira hacia la oferta británica y norteamericana.
Uno de los peores momentos en su carrera fue cuando el vocalista Klaus Meine necesitó un par de operaciones quirúrgicas en sus cuerdas vocales, llegándose a plantear la posibilidad de abandonar la música: “Es algo que trastocó del todo nuestros planes y nuestros sueños", explicó Schenker, ya que "Klaus se desmoralizó mucho y cuando se quedó sin voz dijo que quería pasar de todo y que nos buscáramos otro cantante. Puede sonar extraño, pero este trance le sirvió a Klaus para volverse más fuerte que nunca, para demostrar aquello de que nada es imposible. Cuando te dicen que no puedes, aparecen los amigos para darte un empujón”. A medio camino entre el hard rock, el rock clásico y hasta el pop, sin olvidar sus destellos de heavy metal, la especialidad de Scorpions han sido grandes baladas. “Sí, pero siempre con este mensaje sobre la humanidad. Por ejemplo, en “Still loving you” el mensaje era: no hagas la guerra, haz niños. ¡Conseguimos un baby boom entre nuestros fans en 1985, en serio!. En “Wind of change”, el mensaje fue de esperanza, de la recuperación en el mundo cuando la Guerra Fría desapareció. Ahora, queremos que la gente sea consciente de su relación con nuestro planeta, con un mensaje parecido al que otras bandas como U2 también pueden estar lanzando”.
Scorpions debe ser una de las bandas que ha tocado ante audiencias más grandes, como en el Rock in Rio –ante 250.000 personas– o en el Moscow Peace Festival, ante 350.000. Y es que “tuvimos mucho éxito en Rusia con “Still loving you”. Tocamos varias veces en el país, y cuando se celebró el festival, notamos como se habían producido grandes cambios".
Y sí, lo reconozco, Scorpions nunca ganarán el Nobel de Literatura ni su look servirá de inspiración a diseñadores de moda, pero observar las imágenes de centenares de miles de personas en la Puerta de Brandenburgo cantando "Wind of change", me sigue poniendo la piel de gallina, en una actuación que simbolizó la caída de un régimen y el paso para cruzar la espesa cortina de hierro que separaba dos mundos. En 1994 la familia de Elvis Presley invitó a los Scorpions a tocar en un Elvis Memorial Concert, lo que lleva a Schenker a comentar una anécdota: “Cuando estaba en la escuela tenía un apodo muy curioso. ¿Sabes cuál? ¡Me llamaban Elvis! Ha sido el mejor y más emocionante cantante de la historia; él representaba lo que era el rock´n´roll. Tocar en ese concierto estuvo muy bien: estaban Priscilla, su hija, incluso Michael Jackson. Tuve la sensación que el mismísimo Elvis estaba en la fiesta. Fue muy grande”.

miércoles, 7 de abril de 2010

Kowalski quiere que vuelvan Starsky & Hutch


David Starsky nunca ganaría un concurso de estilismo, capaz de combinar gruesos jerseys de lana con pantalones que reclamaban a gritos una jubilación digna. Su nevera, un caos. Su dieta, un compendio de los tópicos de las series de televisión sobre policías: grasientas hamburguesas, pizzas mal cortadas y hot dogs bañados en salsas de colores. A su lado, Kennet Hutchinson, pulcro, repeinado, vegetariano, capaz de combinar chaquetas de piel con jerseys de cuello alto y mantener esa combinación impoluta a pesar de salir de una persecución con un malo que corre mucho.
Sí amigos, hablamos de Starsky & Hutch, hablamos, en mi caso, de la serie, una de las patas básicas de la inimitable trilogía de ficción televisiva que legaron al mundo los productores Aaron Spelling (sí, el padre de la actriz Tori Spelling, tampoco lo hizo todo perfecto) y Leonard Goldberg, que juntos moldearon tres joyas, tres series de esas que entre los años 70 y los 80 engancharon a toda una generación (con el imprescindible bocata de Nocilla en la mano, claro): Starsky & Hutch, Los hombres de Harrelson y Los ángeles de Charlie. La serie consta de cuatro temporadas, aunque a partir de la tercera tuvo que moderar su estilo ante las quejas de asociaciones de familias y hasta de responsables de los cuerpos de policía, que veían como sus propios hombres quemaban más neumático de lo habitual y tendían a imitar los, digamos, expeditivos sistemas de nuestra particular pareja.
Starsky (Paul Michael Glaser) y Hutch (David Soul) protagonizaban historias a priori basadas en el esquema poli persigue a malo, poli gana, el mal no queda impune, pero con unos guiones que, capítulo tras capítulo, mejoraban como el buen vino. Pero lo que quizá más molestó fue que la serie mostró la cara más cutre de América, la de los callejones llenos de basura y vagabundos malolientes; la de los barrios bajos plagados de antros con poca luz y actividades poco recomendables; la de los soplones (uno de ellos, Huggy Bear, interpretado por Antonio Fargas, sublime); la de vidas lanzadas por un precipicio y dominadas por las drogas, el alcohol, la soledad, el rencor. Quedarse en la tan bien labrada superficie (gags humorísticos casi de sitcom; la música puro funky y con regusto a los films de blaxpoitation, o ese Ford Torino rojo con una gran franja blanca) no era suficiente, ya que la serie desnudaba la cara oscura de un pais, la que nos recuerda más al Taxi Driver de Scorsese y De Niro que no a la más pastelosa y aséptica que solía reinar en muchas otras ofertas de ficción televisiva. A pesar de esto, la presión externa obligó a los productores a introducir más elementos narrativos basados en amores y desamores y en situaciones de conflicto personal entre los protagonistas (no, nos olvidamos del sufrido jefe de la pareja: el capitán Harold Dobey, interpretado por Bernie Hamilton), aunque las arrancadas del Ford Torino en cualquier callejón y la melodía creada por Lalo Schrifrin siguieron siendo el gran preludio a otra historia plagada de persecuciones, malos muy malos, más trozos de pizza, pantalones de campana, amistad y, cómo no, otro triunfo del bien sobre el mal.
Starsky & Hutch fue el gran éxito de Glaser y Soul, pero a la vez, su tope. En el caso de Glaser (más allá de su tragedia familiar, ya que el sida se llevó a su mujer y a su hija) su aportación posterior al mundo de la TV y el cine ha sido escasa, con la única (y honrosa) excepción de la dirección de algunos buenos capítulos de otra serie que, con una estética totalmente distinta y justo una década más tarde (se emitió originalmente entre 1984 y 1989), se convirtió en la otra gran serie con pareja de polis: Corrupción en Miami, una joya con el dueto Sonny Crocket (Don Johnson) – Ricardo Tubbs (Philip Michael Thomas), acompañados de un estelar jefe, el teniente Castillo interpretado por Edward James Olmos. Glaser, pues, igual de discreto en el resto de su vida profesional, como en la serie, mientras David Soul intentó continuar su estela de chico guapo y algo chulo adentrándose en el pantanoso mundo de la canción (aún no me he repuesto de otra incursión, la del otrora justiciero David Hasselhoff, conductor del coche fantástico Kitt, el único que llegó a hacer sombra catódica al Torino rojo), aunque su aportación no pasó de ser una mala competencia para los Pecos y el Leif Garret que poblaban las cubiertas de las carpetas de las adolescentes de la época. Eso sí, Soul aún fue capaz de labrar un muy digno papel en la mini serie El misterio de Salem´s Lot, una perturbadora historia basada en un relato de Stephen King.
Pero volvamos a Starsky & Hutch. El capítulo piloto de la serie ya marcó estilo, con un inicio lleno de oscuridad y humor negro (el diálogo sobre el final del film Red river de John Wayne entre dos asesinos a sueldo, brillante), con un Starsky atiborrándose de comida basura mientras Hutch moldea su cuerpo a golpe de guante de boxeo en un gimnasio. Luces tenues, tugurios llenos de humo, carteristas y aprendices de gángster de barrio de poca monta, grandes avenidas llenas de vidas vacías, persecuciones variadas (los siete pisos que se cascan a pie nuestros dos héroes en un hotel, un ejercicio de humor y narrativa cinematográfica extraordinario), escaleras de emergencia, párquings subterráneos.
Y a pesar de todo, en cada episodio los detectives David Starsky y Kennet Hutchinson mostrarán un lado humano, nada impostado, nada paternalista (no como ocurre en algunas otras series) y demostrando que ellos mismos forman parte de ese mundo plagado de submundos. En el mismo capítulo piloto, Starsky detiene su Torino en uno de esos callejones plagados de botellas de whisky y almas ahogadas en ese mismo whisky para que Hutch pueda hablar con un viejo conocido, un sin techo que responde al nombre de Lijah. El detective le pregunta sobre la llegada del fin del mundo, y el vagabundo responde que, en su caso, ya parece haber llegado, antes de salir corriendo para invitar a un café a un compañero suyo con el flamante billete de cinco dólares que Hutch (puro corazón, corazón puro) ha soltado.