lunes, 19 de julio de 2010

John Cleese: de Monty Phyton a Hotel Fawlty



Alguien que nació con el curioso nombre de Juan Queso no podía convertirse en notario o en abogado, la verdad. “Señor Queso, acérquese al estrado” no queda serio, y seguro que habría perdido un caso tras otro. Pero el padre de Juan Queso decidió reconvertir su Cheese en Cleese para evitar traumas al chaval. Cuando creció (y mucho), el mal ya estaba hecho (alguien le debió chivar lo del apellido) y, a pesar de estudiar Derecho, se unió a uno de los grupos más hilarantes, surrealistas y demoledores del humor británico, los Monty Python. Cleese, ahora un veterano y conocido personaje (cumplió 70 años hace unos meses) cuenta con un currículum plagado de delicatesen cinematográficas (desde los films con los Python, como Los caballeros de la mesa cuadrada, hasta otras como Criaturas feroces o Un pez llamado Wanda, con la que estuvo incluso nominado a un Oscar al mejor guionista), aunque en mi modesta opinión, claro (lo de “modesta opinión” lo pongo ya como un hábito periodístico a la hora de escribir algunas apreciaciones, como podrían ser la de “marco incomparable”, la de “antesala de los Oscar” o un “cálido aplauso”). Okey, vuelvo al tema… Cleese forma parte de la historia de la televisión con dos proyectos difíciles de igualar: por un lado, Monty Phyton’s Flying Circus (originalmente emitida por la BBC entre 1969 y 1974) y Fawlty Towers (a pesar de ser una serie con sólo dos temporadas que, curiosamente, se rodaron en dos etapas distintas, en 1975 y en 1979). Pero vayamos por partes, que diría Jack el Destripador. La verdad es que no tengo ningún recuerdo de Monty Phyton’s Flying Circus, una serie que tuve que descubrir muchos años más tarde gracias al tráfico de cintas VHS, que tanto servían para grabar la boda de un primo, las pelis de Stallone o, claro, episodios del particular circo ambulante de los Python. La serie se basaba en sketches con un sentido del humor delirante, surrealista, marciano, espléndido. La crítica social era una de sus constantes, con una puesta en escena que se movía entre la campiña inglesa (con una crítica a la burguesía británica), una taberna, un plató de televisión o una tienda. El escenario daba igual, ya que cada historia se convertía en un homenaje al absurdo, al humor inteligente y la creatividad. Alguien dirá que los Python fueron una especie de pioneros, aunque con pocos, muy pocos, descendientes. En España, quizá lo más cercano que hayamos tenido son las andanzas del lobby de Albacete, el de Joaquín Reyes y compañía con sus imprescindibles chanantes y muchachadas. El principal recuerdo que tengo de Cleese, no obstante, ya trasciende a los Python, con una serie que nunca me he cansado de ver, de esas que siguen consiguiendo el efecto risa a pesar de saberme algunos diálogos casi de memoria. Hablo de Fawlty Towers, una serie conocida también como Hotel Fawlty. Con un formato más convencional que el circo Python (Fawlty Towers es la clásica sitcom de enredo y 25 minutos), la serie la produjo la BBC en 1975, aunque se limitó a grabar únicamente 6 episodios. Este dato demuestra lo injusta que puede ser la televisión: ¿Cuántos episodios, de promedio, tienen los culebrones venezolanos de perfidias, traiciones, hijos ilegítimos, chicas Barbie y tupés imposibles? ¿Cuántos tuvo Los Serrano? ¿Por qué ningún juez prohíbe, por mala, la emisión de Física o Química? Afortunadamente, en 1979 se grabó una segunda (y última) temporada, para llegar a la friolera de 12 episodios, una docena de joyitas que vale la pena revisitar. La acción transcurre en un hotelito muy británico, tan decadente como atractivo, en el condado de Devon, y narra el día a día de los propietarios del establecimiento (con el mismo Cleese al frente, como Basil Fawlty), una camarera (Polly, interpretada por Connie Booth, coguionista también de la serie, junto a Cleese), un camarero (Manuel, presentado como de origen español en la versión original) y otros personajes que sufren la tortura de hospedarse en el hotel más caótico de la historia. Resulta que Cleese se inspiró en la visita de los Python en un hotel parecido al que retrata la serie, con un propietario que se comportaba de forma algo extraña y que, en sí mismo, era una especie de guión andante. El propio Cleese recuerda como en una ocasión el hombre sacó al patio la mochila de un Python (Eric Idle) pensando que contenía una bomba, o como, en otra, lanzó de mala manera a un cliente un folleto con horarios de autobuses cuando éste le preguntó sobre el tema. A pesar de que ni el mismo Cleese vio claro el proyecto al principio (ni la BBC, se ve), éste fue un éxito y ocupa un lugar destacado en la historia de la televisión británica. De hecho, ocupa el primer lugar en una lista de los mejores programas de televisión elaborada por el Instituto Británico de Cine, y la quinta posición en una encuesta llevada a cabo por la BBC (en el 2004) sobre las mejores sitcom británicas de todos los tiempos. En Fawlty Towers, Cleese es un propietario algo atípico: irascible, patoso, incoherente e hiperactivo, la comedia de situación llega a cotas muy altas gracias a una serie modesta, de escenarios muy limitados (la recepción del hotel, las escaleras, el comedor, la cocina y el bar son la base, casi de formato teatral, de todas las tramas) y con una capacidad para crear un ritmo tan veloz como divertido. El gran contrapunto a Cleese es la figura de Manuel, un camarero pachorras, despistado y tierno que saca de quicio a Basil. Se da la circunstancia, por eso, que Manuel fue el responsable indirecto de la no emisión de la serie en la tele pública española (TVE). Manuel se define en la serie como un inmigrante español (“He is from Barcelona” es una de las coletillas de Basil para justificar las confusiones de su empleado con el inglés), aunque en un ejercicio digno de estudio, TVE decidió cambiarle la nacionalidad y convertirlo en italiano bajo el nombre de Paolo. TVE parece que consideraba el personaje de Manuel como producto de la xenofobia y los prejuicios británicos, por lo que emitió un episodio y, ante los problemas de doblaje de un Manuel hispano reconvertido en transalpino, canceló la emisión. Eso fue en 1981, pero cinco años más tarde, la televisión pública catalana (TV3) y la vasca (ETB) se hicieron con una serie que TVE negó al resto del Estado. Así, me pude zambullir en un Fawlty Towers en catalán y que, eso sí, también reconvirtió a Manuel en ciudadano de otro país. En este caso, en mexicano, con su acento y todo. En la tele de Euskadi, Manuel sí que pudo aparecer como español. Todo este pseudoconflicto internacional lo conocí muchos años más tarde, por lo que mi Manuel es mexicano de pura cepa y convierte las confusiones con el castellano en verdaderas perlas del humor.
El largirucho actor, desde ese Basil, forma parte de esa clásica y particular lista que todos tenemos de actores que ya justifican la visión de una película. En mi caso, aunque el film sea después un tostón, si cuenta con Gene Hackman, Harvey Keitel, Jean Reno, Leslie Nielsen o, claro, John Cleese, en los títulos de crédito, ya vale la pena. Si alguien tiene alguna duda, que dedique unos minutos a visionar los dos videos siguientes y que tenga claro que nunca, nunca, debe llegar a sus oídos el chiste más gracioso de la historia.
 

viernes, 18 de junio de 2010

"Bones": el miedo a estar solos


Hay series menospreciadas por la crítica (y olvidadas por los premios Emmy), pero tampoco Hitchcock ni Fellini ganaron un Oscar y sí Sandra Bullock. Suena a justificiación barata, lo sé, pero es que voy a afirmar que me gusta Bones. De acuerdo, Bones sigue el patrón algo prototípico de series de investigación criminal como la sobrevalorada CSI o las buenas Mentes criminales o Numbers, pero sus diálogos y el cara a cara entre sus dos protagonistas representa la mejor tensión sexual no resuelta de la historia de la pequeña pantalla (con permiso, claro, de los Mulder y Scully de Expediente X). Al más puro estilo McGuffin de Hitchcock (lanzar un señuelo argumental para acabar hablando de otro), diré que Bones no es Lost, ni mucho menos, pero es con Lost no oso plasmar por escrito lo que la mejor serie de la historia ha sido (y es) capaz de inocular en un servidor. Hay muchas voces que la califican de aburrida o de incomprensible. Nada de eso. Lost es brillante, sublime, una obra de arte en un mundo de telebasura y en plena decadencia a pesar de la multiplicidad de canales, que van salpicando como Gremlins esparciéndose en una piscina. Aumentar la basura no es la solución, lo siento, por lo que la ficción (internacional, ya que la nuestra deja mucho que desear) es todo un salvavidas.
Que sí, que vuelvo a Bones. A partir de la investigación de casos de asesinato en el Instituto Jeffersonian (un Smithsonian pasado por el filtro de la ficción), la serie nos presenta a una antropóloga forense (Temperance Brennan, interpretada por Emily Deschanel) y a un agente especial del FBI (Seeleey Booth, interpretado por David Borenaz). Así, Brennan y Booth se adentran en la caza y captura de asesinos a partir de la información que pueden obtener de los huesos de la víctima, por lo que cada episodio se nos presenta con una intro decorada con algún cuerpo en avanzada descomposición, con restos de huesos o con esqueletos que parecen escapados directamente de alguna peli de terror. Pero, al contrario que en CSI, Bones se recrea algo menos en las autopsias y estudios forenses, y cuando lo hace lo enfoca con algo más de humor (o sea, que dan menos asquito en alguien tan miedica como un servidor) y como excusa para presentar unos diálogos espléndidos, tanto entre Brennan y Booth como con unos secundarios de lujo que compiten en calidad, por ejemplo, con los de House. Así, la antropóloga y el agente especial conviven con un millonario que ejerce de analista de órganos (Jack Hodgins), una artista forense especialista en comportamiento humano y capaz de poner rostro a los cuerpos (Ángela Montenegro) y un joven, y a menudo ignorado, psicólogo (Lance Sweets) que intenta asesorar y hasta analizar tanto el trabajo como las relaciones entre sus compañeros, con resultados algo tristes. Pululan también por ahí otros personajes, como la jefa de Brennan (Camille Saroyan, con cierto peso en algunos capítulos) y varios becarios (un toque de humor más, aunque son distintos los que han ido desfilando), pero el quinteto titular permite a los guionistas una serie de hilos argumentales que en un solo capítulo ya tienen más valor que la programación entera de Tele 5.
Brennan busca claves ocultas en unos huesos (de hecho, Huesos es el apodo que le ha puesto Booth) que tiene claro que casi pueden hablar y ofrecer información acerca de una persona, de cómo murió y hasta de cómo vivió.
Pero la grandeza de la serie se basa en la relación Brennan-Booth. Así, mientras la antropóloga es fría, muy inteligente, algo ingenua, demasiado literal en sus apreciaciones, nada mística, racional, con escaso sentido del humor, emocionalmente retraída, centrada en su trabajo y con fe únicamente en la ciencia, el agente especial es abierto, formado en el ejército, creyente, impetuoso en ocasiones, con sentido del humor, deportista e intuitivo. O sea, un equipo perfecto para luchar contra el mal. Emocionalmente, se conoce poco de la vida sentimental de Brennan (aunque ella hace algún comentario), mientras que de Booth se sabe que tiene un hijo y que en su vida van surgiendo diversos romances, aunque el más esperado tuvo hace poco un desenlace algo tristón. Sus diálogos son impagables y han ido forjando un lazo muy intenso, con una atracción evidente (hasta la científica parece estar cayendo rendida a los encantos de su compañero de gigantescas hebillas de cowboy y fobia a los payasos) y un conocimiento mutuo que incluso dificulta la relación con el resto de miembros del Jeffersonian. Para hacer más evidente esa tensión no resuelta, en el otro extremo del cuadro los guionistas han querido que Ángela y Hodgins sí que tengan un intenso romance. Ángela es (demasiado) desinhibida y lucha con el carácter de Brennan, a la que quiere convertir a su causa, mientras (de otra forma) juega también con Hodgins, con el que está incluso a punto de casarse.
La serie ha llegado al capítulo 100 (a pesar que La Sexta sigue mareando un poco a los seguidores con una mezcla de episodios actuales y antiguos, sin demasiado criterio ni lógica). ¿Una cifra relevante? Lo importante ha sido el hecho de que se centró en la pareja protagonista, con un flashback lostiano para remitirnos al momento en que ambos se conocen. Cuando arrancó la serie, Brennan y Booth ya se conocían y, de hecho, empezaron con cierto mal rollo entre ellos. ¿Cómo cambió la cosa? Es un capítulo (dirigido además por el mismo David Borenaz) que apunta a un final feliz, pero que concluye con unos minutos sublimes (y no tan felices), cuando Booth se declara abiertamente (lo había hecho antes en muchas ocasiones, sin explicitarlo) pero Brennan, afectada y con los ojos llorosos, le rechaza. Estos pocos minutos tienen más fuerza, más intensidad narrativa, más savoir faire televisivo que todas las escenas juntas de “amor” que las series hispanas han intentado colar como emocionantes y que acaban rozando cierto ridículo costumbrista. Brennan no esquiva a Booth porque no le quiera. Al contrario. Teme perderle algún día, teme tener que trabajar (lo que llena su vida) sin él al lado. Teme reconocer que tiene sentimientos. Teme.
Bones, pues, se nos presenta como una serie más basada en la resolución de un asesinato. Pero es algo más, mucho más. La esencia policíaca es la excusa para ofrecer una trama, pero Bones es una serie sobre el amor y el desamor, sobre la soledad, sobre el miedo, sobre el deseo, los celos y las relaciones humanas. Es un despliegue técnico espectacular para acabar en lo más frágil del ser humano: no, no es el miedo a morir o a estar rodeados de violencia. Es el miedo a estar solos.

lunes, 7 de junio de 2010

"Mujeres ricas": pornografía del lujo en prime time



¿Sientes que el único glamour en tu vida consiste en unas zapatillas con borlas o en echar un bote de esos de sales en la bañera para imitar un jacuzzi? ¿Tu vida casera consiste en sortear pilas de ropa sucia? ¿Tu cocina no consigue nunca estar recogida y siempre aparece ese plato con restos de migas o ese vaso con algún grumito de Cola Cao reposando en el fondo?
¿Tu cuarto de baño no tiene un espejo tamaño XXL y una ristra de bombillas en plan camerino alrededor? ¿Vas a ser mamá y te acaban de quitar ante tus narices el cheque bebé? ¿Abres la puerta del párquing, si tienes, y en lugar de un Ferrari aparece un Opel Corsa con un par de bollos por arreglar? ¿Tu vida roza el vacío al no contar con una mansión estilo medieval, con piscina climatizada y varias chicas de servicio para poder dar órdenes a tutiplén? No te preocupes, para eso está la nueva tendencia de la tele, para enseñarte la vida de otros, pura pornografía de las clases sociales, con sus casas, sus coches, sus nuevas caras o sus liposucciones, sus fiestas, sus armarios infestados de modelitos, sus caprichos y sus problemas, que también los tienen (o los fingen, vaya). 
Hace unas semanas, La Sexta estrenó un docu-reality que, sólo con el título, ya deja claras sus intenciones: Mujeres ricas. La verdad es que la cadena de Milikito mantiene propuestas más que dignas (Sé lo que hicisteis o Buenafuente son claros ejemplos de humor y hasta de crítica sana) pero ya perdió muchos puntos con el lanzamiento de un engendro violento, zafio y telecinquero como Generación Ni-Ni, un Gran Hermano encubierto con niñatos que, en más de una ocasión, han traspasado la línea de la decencia, la ética y hasta la legalidad.
Mujeres ricas nos lo venden como el seguimiento del día a día de una mujer empresaria que encarna el lujo, de la esposa de un antiguo jugador de futbol o de dos hermanas madrileñas que acaban de divorciarse. La cadena intenta vender eso de reflejar su vida personal o de ir más allá del personaje, pero es evidente que todo se basa en la exhibición impune de lo que unas mujeres forradas y aburridas hacen con su dinero: no lo duden, si quieren ver yates en Marbella, Ferraris más caros que el de Fernando Alonso, trajes más exclusivos que los de Francisco Camps, joyas más tentadoras que la Pantera Rosa o tardes en tiendas de nombre afrancesado y olor a caro, este es su programa. Para ver todo eso, prefiero las películas de James Bond, que al menos sabes que es mentira y te ofrecen una dosis de acción y algo de intriga, la verdad.
De forma casi paralela, Cuatro (otra cadena que empezó con algo de criterio, pero que está bajando enteros desde su fusión con Tele 5) estrenó Casadas con Hollywood, sobre la vida de cuatro españolas con más dinero que Tío Gilito y que viven en Los Ángeles con la única preocupación de qué van a ponerse para ir a una fiesta de Eva Longoria. Aguanté como diez minutos, ni que sea para poder hablar sobre ello, pero he tenido el valor de tragarme varias emisiones del engendro de La Sexta. Sí amigos, me he zambullido en un baño de lujo, exuberancia y bizarrismo y en la plasmación de lo que es otra versión Ni-Ni (mujeres que ni trabajan, ni se lo plantean, ni piensan, ni nada). Una de ellas, por ejemplo, se encapricha de un Miró (sabe que es un pintor, pero poco más) y discute con su marido sobre si el Miró o un abrigo de visón, que está como indecisa y eso la agobia un poco. El marido contesta que, con la crisis, prefiere invertir en sus empresas y, literalmente, “salvar puestos de trabajo”, pero eso, para ella, es demasiado vulgar, plebeyo y chabacano. Respuesta de la mujer: “Te molesta que compre dos cosas para mí”. Réplica del pobre marido: “”¿Tú no lees los periódicos o qué?” (creo, sinceramente, que a esa cuestión le podríamos hasta quitar lo de los periódicos). La ricachona llega a afirmar que “el arte me persigue” (glups). En fin.
Otra de las protagonistas es la esposa de un ex futbolista argentino, una mujer de la que prefiero hasta obviar el nombre ante su total falta de escrúpulos y su ordinariez (bañada en Chanel y rodeada de lujo, pero cutrona, cutrona). La susodicha llega a criticar la presencia de prostitutas en Marbella que se insinúan a los maridos hasta en los supermercados, cuando ella defiende el papel de las señoras de compañía más de lujo, como ella misma (y no lo digo yo, que lo afirma ella y se queda tan ancha). El resto del programa se mueve entre la humillación a las mujeres del servicio, un partido falso de pádel, unos hijos repelentes que están todo el día haciendo el vago (o sea, lo que ven), una fiesta de la pamela de mujeres de piel estirada y neuronas patinando entre tanto sombrero y hasta una sesión de tupper-sex de la que, por amor a cualquier lector que haya llegado hasta aquí, me abstengo de comentar ningún detalle.
¿Eso interesa a alguien? Veamos: La Sexta suele moverse en cuotas de pantalla alrededor del 6%, mientras que Mujeres ricas se convirtió (con 2,1 millones de espectadores y casi un 14% de share) en el mejor estreno de la historia de la cadena. Para rizar el rizo (se ve que los audímetros esos, y que nadie ha visto nunca, lo saben todo), ese porcentaje escaló hasta el 18,5% entre las personas de clase alta. En definitiva, el dinero convertido en ídolo. El ídolo convertido en mujer millonaria aburrida. Y la vida de esa mujer convertida en programa de televisión. Eso sí que es pornografía en prime time.



viernes, 28 de mayo de 2010

Ángel Cristo contra las fieras del corazón



Como buen niño que se precie, de pequeño fui al circo. Como buen niño que se precie, supongo que pasé largo rato embobado observando piruetas, contorsiones, equilibrios y caballos con un tipo que no para de saltar y de realizar acrobacias. Supongo. La verdad es que nunca me ha gustado el circo, a pesar de ese aire como romántico, melancólico y hasta outsider que lo rodea. Ver a unos tipos de apellido ruso (aunque sean de Getafe), con mallas negras lanzándose desde un trapecio nunca me ha llamado la atención. ¿Qué tiene mérito? Muchísimo, no lo dudo, pero también tiene mérito la natación sincronizada y, como deporte, me aburre soberanamente.
También tiene mérito la pintura de Miró y nunca le he encontrado el punto que sí descubrí en Dalí o Pollock. También tiene mérito la discografía completa de Nacho Cano y nunca me ha transmitido la más mínima emoción.
A lo que iba: los únicos personajes que me han gustado del circo son los payasos, los bufones, los personajes de cara pintada, zapatones imposibles y gags reiterativos, pero que son capaces de captar mi atención. Suelen protagonizar pequeños gags en los descansos entre acróbatas en bicicleta y chinos que hacen rodar platos encima de unos palos, pero siguen siendo los mejores, como esos anuncios bien hechos (algunos) en las pausas de una mala película.
Pues bien, hace un par de semanas murió Ángel Cristo, oficialmente conocido como domador de fieras y empresario circense, pero en realidad popular por sus escándalos, su matrimonio con Bárbara Rey (entre 1980 y 1988) y sus apariciones en revistas y programas del corazón. Él quiso ser domador y triunfar (y, ojo, que llegó a contar con uno de los circos más importantes de Europa, el Circo Ruso) pero acabó siendo el payaso, el bufón, el muñeco con el que todos los periodistas (perdón por calificarlos así, pero prefiero no poner insultos) del corazón se atrevían.
De acuerdo, Ángel Cristo tuvo una vida de excesos y no precisamente ejemplar: presuntos malos tratos a su mujer, drogas (aquí ya no es presunción), denuncias por el estado de abandonos de sus animales, polémicas varias y hasta detenciones.
No se trata de atacar o defender al personaje. Ni se trata de criticar que viviera a costa de los suculentos dividendos por parte de la prensa del corazón, una prensa que practica un doble juego: por un lado, el exceso de almíbar, el empalagoso estilo de decir lo guapa y elegante que va la princesa, la tonadillera, el torero o la actriz y lo feliz que es en este momento de su vida. Pero por otro, el ataque descarnado, como una jauría de hienas hacia la presa fácil, débil, moribunda, que huye campo a través pero con un balazo mortal en su cuerpo. En este segundo episodio es donde entra Ángel Cristo. Y repito, prescindo de la catadura moral de un personaje que sacó tajada económica por dejarse acorralar por esas fieras hambrientas, a las que supo domar como si de leones o tigres se trataran.
Eso sí, más de un zarpazo o un hueso roto se llevó Ángel en sus cara a cara con las fieras (y sí, hablo tanto de los animales como de los carroñeros del corazón). Hace unos meses, Ángel Cristo se sentó en la silla de las torturas de DEC (el antaño ¿Dónde estás corazón?) y dio toda una lección de cómo conseguir dinero a cambio de nada.
A sus 65 años, harto ya de una vida descontrolada, quizá pensó que su prestigio no podía salir más maltrecho de una pelea más. Eso sí, a cambio de dinero, de mucho dinero. Así, el domador se sentó en ese peculiar patíbulo y dejó que las hienas chillaran, escupieran bilis e intentarán morderle por todo el cuerpo. María Patiño, Gustavo González o Gema López atacaron y humillaron a un personaje que, hierático y en una actitud casi zen, prácticamente ni les miró. Los colaboradores de Cantizano, poco acostumbrados a perder (su habitual muchos contra uno acaba con sus presas) se pelearon incluso entre ellos, mientras Ángel se embolsó unos buenos emolumentos después de un episodio de pasividad espectacular. Ángel, tras muchos años conviviendo con la prensa más zafia que existe, supo finalmente aprovecharse del sistema, y tal cómo dijo el periodista Alfons Arús (en su programa Arucitys) hablando sobre esa intervención: “La cara de Ángel Cristo es mejor como humor que un gag de los Morancos”.
Ángel Cristo ha sido víctima y cómplice al mismo tiempo. Ha alimentado a esa prensa tramposa, venenosa y sin ningún atisbo de ética o respeto, pero también ha servido como diana para que los sicarios del cuore lanzaran sus disparos a bocajarro, sin piedad, una forma de matar a alguien lenta y dolorosa.

lunes, 17 de mayo de 2010

Uri Geller: la broma infinita

¿La proliferación masiva de cadenas de televisión ha mejorado la calidad de la programación? No se trata de tirar de la nostalgia para soltar tópicos como “…antes la televisión sí que era buena”, ya que corremos el riesgo de acabar diciendo a nuestros hijos que antes sí que se jugaba de verdad en la calle, que los tomates sabían a tomates o que todos los vecinos se conocían y tenían las puertas de las casas abiertas. La nostalgia es muy traicionera, es cierto, ya que nos hace recordar, o hasta idealizar, tiempos pasados. No se trata de eso, pero quiero hacer un ejercicio que enlaza pasado y presente a través de un nombre: Uri Geller.
La verdad es que uno de mis primeros recuerdos televisivos es, precisamente, el de este extraño personaje. Yo tenía sólo cinco años, pero nunca olvidaré la imagen de un tipo de cara rara, concentrado y con una cuchara entre sus dedos que se doblaba, presuntamente, con el poder de su mente. Geller trastornó la escena televisiva en 1975 durante una emisión del programa Directísimo, dirgido por uno de los grandes monstruos de la televisión en España, José María Íñigo, ese hombre a un gran mostacho pegado. En el último año del franquismo, ese espacio todavía sufrió la censura que evitó la visita de algunos personajes como el ajedrecista Anatoly Karpov, aunque consiguió la presencia de un tipo de estrellas que hoy no suelen prodigarse por los platós hispanos. Amigos, en una época en que en España proliferan triunfitos varios (con todos los respetos, pero Bisbal, Bustamante y Gisela no son precisamente Sinatra o Barbara Streisand), famosos casposos, cutres y, en algunos casos, delincuentes o faltos de cualquier ápice de ética (desde Núria Bermúdez hasta Violeta Santander, pasando por Julián Muñoz, la Pantoja y compañía), resulta que Íñigo consiguió llevar a su programa en blanco y negro de Prado del Rey a gente como Tina Turner, Johnny Weismuller (o sea, Tarzán), Diana Ross, Alain Delon o el cosmonauta Neil Amstrong.
Alguien dirá que, hoy día, figuras de esta talla no se prodigan en televisión. Falso. Tan sólo hace falta observar quienes son los invitados a los programas de gente como Letterman, Jay Leno o Oprah Winfrey. Ya en 1976, con Franco criando por fin malvas, Íñigo consiguió la presencia del Nobel ruso Alexander Solzhenitsyn, aunque si ese programa ha pasado a la historia por una visita, es por la de Uri Geller. De acuerdo, yo era muy pequeño, pero no recuerdo ninguna imagen de Diana Ross y sus Supremes, ni de Weismuller rememorando tardes de liana y taparrabos o de Armstrong hablando de esa huella en la Luna. No. La única imagen que tengo grabada es la de esa cuchara doblándose como mantequilla ante la cámara y la del rostro hierático, casi de película de terror, de Geller. De acuerdo que en esa época no había competencia, pero las crónicas hablan de una audiencia de 20 millones de personas (¿cuántos habitantes tenía España en 1975?). Los teléfonos de RTVE se colapsaron con llamadas de personas que aseguraban que, en sus casas, relojes o transistores estropeados volvían a funcionar y que también habían doblado cucharas durante la presencia en la pantalla del rostro de Geller. Desde ese momento empezaron a surgir dudas ante lo que muchos calificaron como fraude, pero lo más sorprendente es que ese debate, 34 años después, continua vigente. Algunos especialistas de la época aseguraron que Geller trataba los metales con nitrato de mercurio, lo que ayudaba a reblandecerlos, o que jugaba con efectos ópticos y con el poder de la sugestión, aunque otros testimonios seguían defendiendo que en sus casas habían vivido experiencias similares. De hecho, el mismo Íñigo confesó que no pudo volver esa noche a su casa con su coche, ya que la llave se había doblado.
Hace diez años, el gran Eduardo Punset invitó a Geller a su programa Redes (en La 2). Punset definió a Geller como “pionero” en algo que “hoy día es ciencia, pura ciencia”. ¿Un mago? ¿Un fraude? ¿Un científico prestidigitador? Lo cierto es que Geller se encuentra, sin duda alguna, en el top ten de los momentos televisivios más impactantes de la televisión española del siglo XX (hagan memoria: ¿cuántos más recuerdan con la misma intensidad?). Su popularidad le convirtió en millonario, por lo que acabó desapareciendo del mapa en los años 80, para ir volviendo esporádicamente.
Pues bien, resulta que en los últimos años, Geller ha vuelto al primer plano de la actualidad con la creación de un programa llamado El sucesor, y que ya ha pasado por televisiones de los Estados Unidos, Canadá o Israel (su país de origen). Como si retrocediéramos en el tiempo, la polémica vuelve a ser la misma: ¿Geller es un fraude o un genio?. El programa pretende encontrar personas con talentos paranormales, o sea, como un Operación Triunfo, pero sin gorgoritos ni abrazos más falsos que un billete de seis euros. ¿Y quién está al frente del jurado? Premio: el mismo Geller, que ha conseguido convertir en real su particular broma infinita.
Para muchos, esa imagen de un presunto parapsicólogo con cara de enfadado doblando una cuchara hace más de tres décadas es un recuerdo simpático. Geller suena a freak del pasado, pero se trata de una empresa multinacional que genera millonarios ingresos. De hecho, ya está planificando para dentro de unos años una final mundial en Las Vegas para elegir al mejor de sus sucesores. A él, le da igual que vayan apareciendo grupos de magos, de parapsicólogos o de asociaciones de vecinos que lo tachen de farsante. El negocio sigue en marcha. Uno de los ejemplos más claros fue durante la emisión del programa en Israel (con audiencias de hasta un 40%, porcentaje que dobla lo que hoy día en España se puede considerar una cifra de éxito). Una asociación de parapsicólogos israelí denunció que el programa “no tiene nada de sobrenatural”, mientras el propio Geller respondía que no utilizaban ningún truco de manos, y que todo se basaba en poderes sobrenaturales de los concursantes, capaces de “obrar maravillas”. Otros magos, en cambio, defienden a Geller, aunque afirman que lo que hace él es eso, magia, pero entendida desde el punto de vista de la ilusión óptica, la prestidigitación y los trucos.
En unas declaraciones, Uri Geller llegó a defender su propuesta con la siguiente frase: “La gente quiere entretenimiento, pero también esperanza”. Doblador de cucharas, mentalista y showman para unos. Estafador, mago de pacotilla para otros. Un fenómeno nacido al amparo de la televisión. El espectáculo, en definitiva, debe continuar. Geller ha conseguido sembrar dudas y confusión, creando a su alrededor una verdadera legión de seguidores que creen en sus supuestos poderes. Jugar, pues, al despiste en aras del espectáculo. De hecho, él mismo ha llegado a decir que controla una especie de magia que nunca desvelará. Pues eso, magia, entendida como la puesta en escena de trucos. ¿Es eso un engaño? Hablamos de televisión, basada en eso, en la ilusión, en la ficción en muchos casos, en falsas realidades. Quizá sería más honesto admitir que se trata, precisamente, de un mago. De un gran mago, si se quiere. ¿No lo es acaso David Copperfield?
Lo más criticable quizá sea esa idea de ofrecer una esperanza basada en la supuesta capacidad de manipular el entorno con la mente. Ahí, rozamos unos delirios de grandeza que no corresponden a ningún ser humano. Ahí, jugamos a ser Dios sin serlo.

lunes, 3 de mayo de 2010

El juego de tu vida: más basura





Me da igual lo que digan los del zoo. Siempre que tiro cacahuetes a la jaula de los monos, están contentos. Así es como funciona buena parte de la oferta televisiva. Las cadenas y productoras saben que hay una retahíla de asociaciones, entidades o particulares enojados que iniciarán campañas, editarán folletos con vocación didáctica o elevarán sus protestas al defensor del pueblo. Les da igual. Ellos saben que los televidentes, los monos, empezarán a dar piruetas y saltarán de alegría cuando se inicie una fabulosa lluvia de cacahuetes. Siempre mirando de reojo por si viene uno de esos guardias pasados de peso y con una porra que parece de juguete, pero sin dejar de lanzar los apetitosos manís a la audiencia. Y es que, amigos, Tele 5 consiguió  rizar el rizo con el que, seguramente, ya es uno de los programas más morbosos, denigrantes y zafios de su historia (en un duelo cuerpo a cuerpo con el desaparecido Aquí hay Tomate o con el Gran Hermano que no se va ni con lejía de la parrilla). Hablo de El juego de tu vida, un engendro que la misma cadena vende como “un concurso para medir la sinceridad de los concursantes”. ¿Un concurso? Al frente, situaron a Emma García, que desde abril del 2008 presenta el espacio, en un ejemplo de cómo una carrera profesional puede ir de mal en peor: Emma presentó durante cinco años el magacín A tu lado, que no era más de lo mismo en este tipo de programas, o sea, prensa rosa, marujeo, y famosetes casposos. De hecho, entre sus colaboradores no faltaban antiguos habitantes de la casa del morbo de Milà, pseudofamosos (como el Guardia Civil que se quedaba multas y luego se casó con la hija de Rocío Jurado) o pseudoperiodistas rosas como Karmele Marchante. Emma también hurgó en la basura en una de las imitaciones cutres de Gran Hermano, en este caso Supervivientes, con el mismo morbo pero rollo náufragos que tienen que pelearse por la raspa de una sardina y lucir moreno. Pero cuando Tele 5 se cuela un día entero en el zoo, su bolsa de cacahuetes es muy grande, por lo que a Emma le tenía reservada una sorpresa, con uno de los proyectos más barriobajero, manipulador, morboso y antiético jamás perpetrado. Basado en un programa que ya funcionaba en los Estados Unidos, de acuerdo, pero igual de criticable. El juego de tu vida, en teoría, no es más que un sencillo concurso basado en la técnica del polígrafo con personas anónimas. De entrada, el primer engaño es al televidente, ya que ni polígrafo ni nada que se le parezca, y tan sólo una voz en off de esas tan cinematográficas que se limita a decir si la respuesta dada es verdad o mentira, mientras Emma y el concursante cruzan miradas, risitas tontas o caras de enfado. ¿A que podría parecer hasta un programa digno, estilo 50x15? ¡Pues nada que ver! Es obvio que no hay polígrafo, y que los detalles de la vida del concursante los consigue un equipo de guionistas, que deben taladrar a preguntas al propio interesado (seguro) y a familiares y amigos, sobre detalles escabrosos y de muy mal gusto sobre su vida. Además, la propia Emma, de repente, pone cara de reprobación, de jueza suprema, ante algunas de las confesiones del concursante, como perdonándole la vida, mientras pregunta a algunos de los incautos acompañantes que qué les parece la respuesta. Infecto, sinceramente. Hasta 21 preguntas (en el momento de fallar, a la calle) para poder ganar hasta 100.000 euros. Un buen pellizco, pero a cambio de responder sobre cuestiones (todas las que adjunto, reales del programa) como si se quiere más a un hijo que a otro; sobre si se ha engañado al marido con varios compañeros de trabajo; sobre prácticas sexuales o sobre mentiras a amigos. Entre las decenas de personajes que se han dejado humillar a cambio de dinero (o de nada, en muchos casos, cebos baratos, baratos) destaca el de un chico que se embolsó 100.000 euros (que cada uno haga sus cálculos sobre lo que eso representa, por ejemplo, en una hipoteca media) por admitir que, trabajando como mecánico, había engordado facturas, había vendido coches con el cuentaquilómetros trucado y había llegado a robar vehículos aprovechando sus conocimientos. Es decir, que no sólo se llevó a un delincuente al concurso, si no que se le dio el premio gordo como agradecimiento. La cadena amiga ya ha engordado las cuentas de otros delincuentes (Julián Muñoz y Luís Roldán, los más conocidos), pero la amiga Emma García, con su cara de ay qué ver lo que dices, se convirtió en cómplice de un chorizo sin ningún tipo de miramientos. Otra chica, en una de las participaciones más denigrantes, confesó que le repugnaba acostarse con su marido, que pensaba estar desperdiciando su vida a su lado y que deseaba la muerte de su suegra. Y Emma, allí, tan profesional, tan serena y tan puesta ella. Eso sí, la chica acabó el concurso, se embolsó también los 100.000 euros y dijo que había valido la pena. Lo dicho, ni escrúpulos, ni ética, ni buen gusto, ni nada de nada. Y sí, la última chica tenía razón: ¡qué pena!

lunes, 26 de abril de 2010

Post Sant Jordi



Un post sobre Sant Jordi. Post Sant Jordi, vaya. Uno no está acostumbrado a firmar libros. Uno no está acostumbrado a hablar con quien va a leer lo que has escrito. Para eso escribo, para no tener que hablar. Eso pensaban Salinger, Kennedy Toole o Rulfo. Sant Jordi empezó (en la librería Bertrand, en Terrassa) tímido, vacilante y hasta indeciso, pero levantó el vuelo y permitió conversaciones sobre novela negra, sobre pastelitos y sobre autores frikis. Y, se supone que lo mejor, con decenas de firmas. Continuó con una entrevista televisiva en Canal Terrassa (en la que hablé pero casi no me oí por un extraño efecto, no sé si de autodefensa o de dirección pura y dura del micro) y se remató en Barcelona con algunas firmas más y con un cierto empacho de olor a rosas, de señoras (y algún señor) que se aferraban a la mesa y formaban un muro infranqueable para otros transeúntes y de (demasiado) ambiente. Compartí momentos con conocidos, con desconocidos, con lectores voraces, con los que "recomiéndame algo que me pueda gustar (!!)" y con escritores amigos. El colofón fue cruzarme, ya al marchar, con Enrique Vila-Matas, que buscaba un taxi enfundado en un abrigo largo y con esa mirada de querer huir para refugiarse en sus bartlebys particulares, en su literatura portátil, en sus recuerdos inventados. Quería decirle algo. Él caminaba ajeno a todo. Pero quería decirle algo. No pude. Hoy creo que atacaré sus dublinescas de una vez y no podré escribir nada. Da cosa.

jueves, 22 de abril de 2010

Sant Jordi


Cuando yo contestaba: "Escritor", el empleado de aduanas me repetía: "No, le he preguntado la profesión". (Luis Sepulveda)
Ser escritor no equivale a publicar. Igual que no publicar no implica no ser escritor. Pero cuando escribir es un tic, una deformación casi y se convierte en una obsesión, un acumular constante de ideas mal garabateadas en un tiquet de metro o en los escasos rincones libres de la agenda, entonces uno se da cuenta que está infectado. Sartre podía pasar cuatro horas seguidas sin levantar la vista del papel. Yo puedo pasar cuatro horas con la vista perdida en el mundo, trazando mentalmente una frase, una escena, un crimen, un encuentro, un retrato, una práctica íntima y privada que hace un tiempo intenté hacer pública. Es por eso que mañana me enfrento a mi primer Sant Jordi como autor. Lo haré entre la vorágine de autores mediáticos, de otros que deberán organizar colas como en los aeropuertos o de los que venderán igual ese día que durante el resto del año, que para eso están expuestos al público. Escribir no debe ser eso, pensará alguien, pero si mañana me ves con cara de perdido y con un boli negro en la mano, acércate, que yo tendré más miedo que tú.

lunes, 12 de abril de 2010

Scorpions: power ballads for ever

Conexiones con la caída del muro que separaba las dos Europas. Con el final de la Guerra Fría. Con Gorbatchov. Con Rostropovich. Con la Filarmónica de Berlín –con la que hasta grabaron un disco–, pero también con Kiss y con Elvis. Scorpions (y más ahora que anuncian su retirada) merecen una entrada propia en las grandes enciclopedias del siglo XX, ya sean de Historia o de Música.
Incansable, la banda que hace ya cuatro décadas fundaron Klaus Meine y Rudolf Schenker –los únicos supervivientes de aquellos inicios– empezó a moldear la leyenda del mejor grupo del mundo creando power rock ballads –con el permiso de Aerosmith–, ya que ¿quién no ha silbado o tarareado en alguna ocasión "Still loving you" o "Wind of change"?
Durante su travesía plagada de discos –su despedida, Sting in the tail, es el álbum número 22 en el casillero de los alemanes, sin contar los incontrolables recopilatorios– han ido emergiendo temas insuperables como "Send me an angel"; "Under the same sun"; "Holiday"; "Blackout"; "Lovedrive"; "Rock me like a hurricane"; "Coming home" o "In trance".
Sí, lo admito: a pesar de algunas portadas de dudoso gusto –bastante machistas, algunas– y de no escribir unas letras a la altura, digamos, de Nick Cave, Bob Dylan o Tom Waits, los escorpiones forman también parte de la banda sonora de mi vida.
Vía telefónica, contacté con Rudolf Schenker cuando sacaron su anterior disco (Humanity Hour 1), un personaje afable como pocos –en un mundo plagado de divos insoportables– y que asume con orgullo el papel casi mesiánico del mensaje de Scorpions, pero sin olvidar el sello de la casa: esos riffs, esa voz y, lo reconozco, esos mecheros encendidos y ondeados al viento para corear, de nuevo, "Living for tomorrow".
Schenker representa la esencia de Scorpions. Ok, Klaus puede ser la imagen y Mathias Jabbs (en el grupo desde 1979) merece también el título de gran escorpión, pero Rudolph sabe transmitir el estilo Scorpions; al otro lado del hilo telefónico, toma la iniciativa como si él fuera el periodista. Como si él no fuera el primer interesado en hablar del mejor grupo alemán de la historia. Como si él no hubiera compuesto “Send me an angel”. En tiempos inmisericordes para el rock (¿alguien no se ha dado cuenta que es realmente la música alternativa del siglo XXI?), Scorpions van a la suya, obviando un poco esos vientos de cambio a los que ellos mismos dedicaron un gran tema.
Rememorando su historia, Schenker cuenta que "la música fue nuestro primer amor. Y en Scorpions, además, todos los músicos que han pasado hemos sido y somos grandes amigos”. De hecho, en la última gira tocaron varias veces con antiguos miembros del grupo, como Uli John Roth y el propio hermano de Rudolf, Michael, algo poco habitual en otras formaciones. Schenker recuerda sus inicios, hace más de cuatro décadas, como "muy duros", ya que "mucha gente nos decía que estábamos locos, aunque al final captaron nuestro mensaje, una especie de revolución pacífica desde Alemania", cuando el mundo solía, y suele, poner su punto de mira hacia la oferta británica y norteamericana.
Uno de los peores momentos en su carrera fue cuando el vocalista Klaus Meine necesitó un par de operaciones quirúrgicas en sus cuerdas vocales, llegándose a plantear la posibilidad de abandonar la música: “Es algo que trastocó del todo nuestros planes y nuestros sueños", explicó Schenker, ya que "Klaus se desmoralizó mucho y cuando se quedó sin voz dijo que quería pasar de todo y que nos buscáramos otro cantante. Puede sonar extraño, pero este trance le sirvió a Klaus para volverse más fuerte que nunca, para demostrar aquello de que nada es imposible. Cuando te dicen que no puedes, aparecen los amigos para darte un empujón”. A medio camino entre el hard rock, el rock clásico y hasta el pop, sin olvidar sus destellos de heavy metal, la especialidad de Scorpions han sido grandes baladas. “Sí, pero siempre con este mensaje sobre la humanidad. Por ejemplo, en “Still loving you” el mensaje era: no hagas la guerra, haz niños. ¡Conseguimos un baby boom entre nuestros fans en 1985, en serio!. En “Wind of change”, el mensaje fue de esperanza, de la recuperación en el mundo cuando la Guerra Fría desapareció. Ahora, queremos que la gente sea consciente de su relación con nuestro planeta, con un mensaje parecido al que otras bandas como U2 también pueden estar lanzando”.
Scorpions debe ser una de las bandas que ha tocado ante audiencias más grandes, como en el Rock in Rio –ante 250.000 personas– o en el Moscow Peace Festival, ante 350.000. Y es que “tuvimos mucho éxito en Rusia con “Still loving you”. Tocamos varias veces en el país, y cuando se celebró el festival, notamos como se habían producido grandes cambios".
Y sí, lo reconozco, Scorpions nunca ganarán el Nobel de Literatura ni su look servirá de inspiración a diseñadores de moda, pero observar las imágenes de centenares de miles de personas en la Puerta de Brandenburgo cantando "Wind of change", me sigue poniendo la piel de gallina, en una actuación que simbolizó la caída de un régimen y el paso para cruzar la espesa cortina de hierro que separaba dos mundos. En 1994 la familia de Elvis Presley invitó a los Scorpions a tocar en un Elvis Memorial Concert, lo que lleva a Schenker a comentar una anécdota: “Cuando estaba en la escuela tenía un apodo muy curioso. ¿Sabes cuál? ¡Me llamaban Elvis! Ha sido el mejor y más emocionante cantante de la historia; él representaba lo que era el rock´n´roll. Tocar en ese concierto estuvo muy bien: estaban Priscilla, su hija, incluso Michael Jackson. Tuve la sensación que el mismísimo Elvis estaba en la fiesta. Fue muy grande”.

miércoles, 7 de abril de 2010

Kowalski quiere que vuelvan Starsky & Hutch


David Starsky nunca ganaría un concurso de estilismo, capaz de combinar gruesos jerseys de lana con pantalones que reclamaban a gritos una jubilación digna. Su nevera, un caos. Su dieta, un compendio de los tópicos de las series de televisión sobre policías: grasientas hamburguesas, pizzas mal cortadas y hot dogs bañados en salsas de colores. A su lado, Kennet Hutchinson, pulcro, repeinado, vegetariano, capaz de combinar chaquetas de piel con jerseys de cuello alto y mantener esa combinación impoluta a pesar de salir de una persecución con un malo que corre mucho.
Sí amigos, hablamos de Starsky & Hutch, hablamos, en mi caso, de la serie, una de las patas básicas de la inimitable trilogía de ficción televisiva que legaron al mundo los productores Aaron Spelling (sí, el padre de la actriz Tori Spelling, tampoco lo hizo todo perfecto) y Leonard Goldberg, que juntos moldearon tres joyas, tres series de esas que entre los años 70 y los 80 engancharon a toda una generación (con el imprescindible bocata de Nocilla en la mano, claro): Starsky & Hutch, Los hombres de Harrelson y Los ángeles de Charlie. La serie consta de cuatro temporadas, aunque a partir de la tercera tuvo que moderar su estilo ante las quejas de asociaciones de familias y hasta de responsables de los cuerpos de policía, que veían como sus propios hombres quemaban más neumático de lo habitual y tendían a imitar los, digamos, expeditivos sistemas de nuestra particular pareja.
Starsky (Paul Michael Glaser) y Hutch (David Soul) protagonizaban historias a priori basadas en el esquema poli persigue a malo, poli gana, el mal no queda impune, pero con unos guiones que, capítulo tras capítulo, mejoraban como el buen vino. Pero lo que quizá más molestó fue que la serie mostró la cara más cutre de América, la de los callejones llenos de basura y vagabundos malolientes; la de los barrios bajos plagados de antros con poca luz y actividades poco recomendables; la de los soplones (uno de ellos, Huggy Bear, interpretado por Antonio Fargas, sublime); la de vidas lanzadas por un precipicio y dominadas por las drogas, el alcohol, la soledad, el rencor. Quedarse en la tan bien labrada superficie (gags humorísticos casi de sitcom; la música puro funky y con regusto a los films de blaxpoitation, o ese Ford Torino rojo con una gran franja blanca) no era suficiente, ya que la serie desnudaba la cara oscura de un pais, la que nos recuerda más al Taxi Driver de Scorsese y De Niro que no a la más pastelosa y aséptica que solía reinar en muchas otras ofertas de ficción televisiva. A pesar de esto, la presión externa obligó a los productores a introducir más elementos narrativos basados en amores y desamores y en situaciones de conflicto personal entre los protagonistas (no, nos olvidamos del sufrido jefe de la pareja: el capitán Harold Dobey, interpretado por Bernie Hamilton), aunque las arrancadas del Ford Torino en cualquier callejón y la melodía creada por Lalo Schrifrin siguieron siendo el gran preludio a otra historia plagada de persecuciones, malos muy malos, más trozos de pizza, pantalones de campana, amistad y, cómo no, otro triunfo del bien sobre el mal.
Starsky & Hutch fue el gran éxito de Glaser y Soul, pero a la vez, su tope. En el caso de Glaser (más allá de su tragedia familiar, ya que el sida se llevó a su mujer y a su hija) su aportación posterior al mundo de la TV y el cine ha sido escasa, con la única (y honrosa) excepción de la dirección de algunos buenos capítulos de otra serie que, con una estética totalmente distinta y justo una década más tarde (se emitió originalmente entre 1984 y 1989), se convirtió en la otra gran serie con pareja de polis: Corrupción en Miami, una joya con el dueto Sonny Crocket (Don Johnson) – Ricardo Tubbs (Philip Michael Thomas), acompañados de un estelar jefe, el teniente Castillo interpretado por Edward James Olmos. Glaser, pues, igual de discreto en el resto de su vida profesional, como en la serie, mientras David Soul intentó continuar su estela de chico guapo y algo chulo adentrándose en el pantanoso mundo de la canción (aún no me he repuesto de otra incursión, la del otrora justiciero David Hasselhoff, conductor del coche fantástico Kitt, el único que llegó a hacer sombra catódica al Torino rojo), aunque su aportación no pasó de ser una mala competencia para los Pecos y el Leif Garret que poblaban las cubiertas de las carpetas de las adolescentes de la época. Eso sí, Soul aún fue capaz de labrar un muy digno papel en la mini serie El misterio de Salem´s Lot, una perturbadora historia basada en un relato de Stephen King.
Pero volvamos a Starsky & Hutch. El capítulo piloto de la serie ya marcó estilo, con un inicio lleno de oscuridad y humor negro (el diálogo sobre el final del film Red river de John Wayne entre dos asesinos a sueldo, brillante), con un Starsky atiborrándose de comida basura mientras Hutch moldea su cuerpo a golpe de guante de boxeo en un gimnasio. Luces tenues, tugurios llenos de humo, carteristas y aprendices de gángster de barrio de poca monta, grandes avenidas llenas de vidas vacías, persecuciones variadas (los siete pisos que se cascan a pie nuestros dos héroes en un hotel, un ejercicio de humor y narrativa cinematográfica extraordinario), escaleras de emergencia, párquings subterráneos.
Y a pesar de todo, en cada episodio los detectives David Starsky y Kennet Hutchinson mostrarán un lado humano, nada impostado, nada paternalista (no como ocurre en algunas otras series) y demostrando que ellos mismos forman parte de ese mundo plagado de submundos. En el mismo capítulo piloto, Starsky detiene su Torino en uno de esos callejones plagados de botellas de whisky y almas ahogadas en ese mismo whisky para que Hutch pueda hablar con un viejo conocido, un sin techo que responde al nombre de Lijah. El detective le pregunta sobre la llegada del fin del mundo, y el vagabundo responde que, en su caso, ya parece haber llegado, antes de salir corriendo para invitar a un café a un compañero suyo con el flamante billete de cinco dólares que Hutch (puro corazón, corazón puro) ha soltado.

martes, 30 de marzo de 2010

¡Se nos va, se nos va! Kowalski mira series sobre médicos


Huyamos de la telebasura. Hundamos en su propio lodo la bazofia que la pequeña pantalla escupe en programas del corazón, realities y demás morralla con ansias de morbo, de sangre fácil, de lágrima y voz quebrada, de desmenuzar la víctima de turno con ansias gore, de destripar la vida del primer incauto que pase, sea famoso o no (o sea, gratis o pagando verdaderas fortunas). Pero no caigamos en el error de vivir sin televisor, ya que tal como nos avisaban Mulder y Scully en Expediente X, “la verdad está ahí fuera”, una verdad maravillosamente falsa, una recreación de la vida y las emociones a través de los ojos y los teclados de guionistas y directores que han regalado al mundo grandes series de televisión.
Asistimos en los últimos años a una especie de resurgimiento de la ficción  televisiva, en un gran momento gracias a producciones como la insuperable Lost (Perdidos, vaya), Los Soprano, CSI, Dexter, Bones y un largo etcétera, aunque si hay un personaje que ha conseguido crear a su alrededor tantos fans como detractores, es Gregory House, interpretado por un Hugh Laurie que muchos recordamos venido a menos en films como Stuart Little después de su brillante muestra de oficio y cinismo en The black adder (emitida hace dos décadas en TV3 con el nombe de L´escurço negre, o sea, La víbora negra).
En House, nuestro particular doctor es un médico tan egocéntrico, antipático, huraño, irónico y malcarado como entrañable, genial, brillante, melómano y hasta tierno (muy a su pesar), especialista en enfrentarse a las enfermedades más enrevesadas e imposibles, en un entorno donde convive con su (único) amigo, el oncólogo James Wilson, con un equipo de sufridos ayudantes, con la doctora jefa Lisa Cuddy (la trama de tensión sexual nunca debe faltar, un apartado en el que también entra la joven doctora ayudante de House, Allison Cameron ), con un millonario que quiso controlar el hospital y hasta despedirle y con un dolor crónico en una pierna que lo convierte en un adicto a la Vicodina para calmarlo.
La serie (nacida en el 2004), suscita amores y odios a partes iguales, pero es innegable la genialidad de sus diálogos y los caminos por los que los guionistas hacen circular a un grupo de personajes ceñidos a un decorado austero, minimalista y casi teatral, un aspecto que refuerza la grandeza de las historias, plagadas de luchas cuerpo a cuerpo entre House y el séquito de doctores, enfermos y familiares de su galaxia particular.
No es ningún secreto que House es una especie de Sherlock Holmes moderno (el mismo creador de la serie, David Shore, lo ha declarado en diversas ocasiones), un personaje con una lucidez soberbia para resolver los casos más increíbles con una doble ayuda externa. Una, las drogas (los calmantes en el caso de House, la morfina en el del detective de Conan Doyle), y la otra su mejor amigo (el sufrido Wilson y el no menos secundario Watson). Para rizar el rizo, House vive en el número 221B (el mismo de Holmes en la mítica Baker Street londinense) y recibe dos balazos de un tal Moriarty, el nombre del eterno enemigo de Holmes. House y Wilson. Holmes y Watson. ¿Evidente, no?. House, pues, es el doctor mal afeitado, motero, solitario, de cojera acentuada y que se niega a vestir con la uniformadora bata blanca de turno, que lega a nuestras pantallas grandes diálogos, grandes guiones y grandes historias humanas.
Alguien con aprehensión a las agujas y con facilidad para entrar en una nebulosa ante la visión de la sangre, como Kowalski, debería huir de las historias sobre médicos, pero el mundo de la ficción televisiva ha demostrado que algunas de sus mejores ofertas han pasado (y pasan) por quirófanos, salas de espera, ambulancias a toda pastilla, guardias nocturnas y largos pasillos blancos.
Los primeros grandes recuerdos de Kowalski de series sobre médicos pasan por A cor obert (A corazón abierto), Doctor en Alaska y MASH. A cor obert fue (en TV3) un serial en toda regla con las aventuras y desventuras de un grupo de médicos en un hospital de la siempre fría Chicago, una serie dominada por el blanco de las batas, la nieve, los diálogos (nada que ver con House, claro, pero igual de brillantes) y la mirada casi cristalina y limpia de algunos de sus protagonistas, como David Morse o hasta de un, entonces, joven Denzel Washington, que trabajó seis temporadas en la serie antes de estallar, cinematográficamente hablando, con films como Grita libertad y Malcolm X. Hay quien la llamó, con razón, “la Hill Street Blues de los hospitales”.
Y del frío de Chicago, al casi polar de Doctor en Alaska, una producción que en los años 90 nos encandiló a pesar de sufrir los (típicos) maltratos por parte de cadenas de televisión (en este caso, TVE) que cambian horarios (¡se llegó a emitir a la 1 de la madrugada por La 2 y, poco después, despareció!) y relegan emisiones sin criterio ni consideración hacia los sufridos televidentes (la actual proliferación de series editadas en DVD permite superar esa dependencia de nuestras cutre cadenas).
Pero Doctor en Alaska subo superar el reto del menosprecio de la propia cadena que lo emitía con grandes dosis de humor inteligente, convirtiéndose en una serie de culto, en una epopeya casi clandestina para sus maltratados seguidores. La serie no se rige por los patrones médicos que suelen aflorar en un entorno hospitalario, ya que precisamente narra la historia del doctor Joel Fleischmann, un urbanita de Nueva York que aterriza en un pueblecito de Alaska, de clima duro y belleza nórdica, habitado por personajes que, en muchos casos, buscan empezar de nuevo, una especie de redención filtrada por la nieve y una humanidad especial, en un entorno lejos de todo y de todos.
Con diálogos sublimes y constantes referencias (¡esos guionistas fans!) al mundo del cine o la literatura, los hipocondríacos del mundo nos volvimos a reconciliar con el mundo de la medicina (hasta que apareció nuestro insulso Nachete de Médico de familia, claro) tal como ya nos había pasado con MASH. O mejor dicho, M*A*S*H, un híbrido entre un nombre y un logo para la gran serie de la Fox que, entre los años 70 y 80, nos obsequió con grandes dosis de sarcasmo y humor nacidas en un entorno tan crudo como era el de un hospital militar de campaña en la guerra de Corea. Su mensaje antibélico cuajó en plena guerra de Vietnam con un lenguaje directo, ágil e hilarante y unos personajes (el gran Alan Alda al frente) que convivían entre maltrechas tiendas de lona verde, heridos de guerra, soledades y mensajes sobre el futuro incierto que esperaba a aquellos países a los que estaban atacando (¿o de los que se estaban defendiendo?).
Saltando, sin criterio lo admito, otra vez en el tiempo, reconozco no contar con demasiados argumentos para hablar de dos de las series sobre médicos de más éxito: Urgencias y Anatomía de Grey. La primera, sencillamente, nunca la seguí, mientras que la segunda, lo admito, nunca me ha llegado a enganchar, con unas tramas muy, quizá demasiado, centradas en los escarceos amorosos de médicos, doctoras, enfermeras y pacientes, en una deriva que suena demasiado a serie para adolescentes. Para eso, Kowalski prefiere recuperar las andanzas del primer gran médico borde de la historia televisiva (una especie de precursor de House en formato sitcom) como era el Becker que nos regaló el gran (en todos los sentidos) Ted Danson.

Pero ¡amigos!, la falta de criterio me lleva a hablar bien de dos series menos conocidas, vilipendiadas en foros diversos y que, lo admito, siempre han conseguido engancharme cuando las he ido encontrando, básicamente, en canales digitales como Sony Entertainment. Doc y Doctoras de Philadelphia.
Antes de recibir una retahíla de abucheos y pañuelos blancos ante tal afrenta, lo admito: Doc, protagonizada por el músico country Billy Ray Cirus (sí, el padre, real y ficticio, de Hanna Montana) no es una buena (aquí se pueden incluir todos los matices que se quiera) serie, pero ofrece ese aire naïf, a medio camino entre una telecomedia y un culebrón, con tramas calcadas, casos previsibles, finales predecibles y recursos utilizados miles de veces. Pero tiene un algo, aunque sea la presencia del médico menos creíble de la historia (Doc sigue teniendo pinta de músico country), un algo quizá filtrado por el mensaje que en todo momento planea en la serie, un mensaje que en la América de Bush sonará quizás a americanista y a moralista (series como el Walker de Chuck Norris siguen un patrón similar), pero ¿y qué?.
Pero la perfección de un mensaje redentor, de esperanza, de superación incluso de las diferencias sociales que provoca esa misma América es la que surge en una serie producida entre los años 2000 y 2006 por Whoopi Goldberg, Doctoras de Philadelphia (Strong medicine en el original), que narra la historia de la doctora Lu Delgado, a punto de perder una clínica para mujeres sin recursos, que recibe la ayuda de otra doctora (papel interpretado por la misma Goldberg) que le proporciona un lugar y unos medios para continuar con su labor, aunque deberá hacerlo trabajando con la doctora Dana Stowe, fría y profesional.
El equilibrio entre las dos en la clínica Rittenhouse será crucial para abordar casos verdaderamente dramáticos, con una vocación claramente pedagógica e incluso de denuncia social, sin dejar de lado una vertiente espiritual que planea en la mayoría de los episodios.

sábado, 27 de marzo de 2010

Kowalski se hace preguntas absurdas: Igor y Frederick

¿Por qué en la escena del "Podría ser peor, podría llover" de El jovencito Frankenstein, resulta que Igor y Frederick sacan el ataúd desde debajo?

http://www.youtube.com/watch?v=zXm7qOTLgEs