martes, 30 de marzo de 2010

¡Se nos va, se nos va! Kowalski mira series sobre médicos


Huyamos de la telebasura. Hundamos en su propio lodo la bazofia que la pequeña pantalla escupe en programas del corazón, realities y demás morralla con ansias de morbo, de sangre fácil, de lágrima y voz quebrada, de desmenuzar la víctima de turno con ansias gore, de destripar la vida del primer incauto que pase, sea famoso o no (o sea, gratis o pagando verdaderas fortunas). Pero no caigamos en el error de vivir sin televisor, ya que tal como nos avisaban Mulder y Scully en Expediente X, “la verdad está ahí fuera”, una verdad maravillosamente falsa, una recreación de la vida y las emociones a través de los ojos y los teclados de guionistas y directores que han regalado al mundo grandes series de televisión.
Asistimos en los últimos años a una especie de resurgimiento de la ficción  televisiva, en un gran momento gracias a producciones como la insuperable Lost (Perdidos, vaya), Los Soprano, CSI, Dexter, Bones y un largo etcétera, aunque si hay un personaje que ha conseguido crear a su alrededor tantos fans como detractores, es Gregory House, interpretado por un Hugh Laurie que muchos recordamos venido a menos en films como Stuart Little después de su brillante muestra de oficio y cinismo en The black adder (emitida hace dos décadas en TV3 con el nombe de L´escurço negre, o sea, La víbora negra).
En House, nuestro particular doctor es un médico tan egocéntrico, antipático, huraño, irónico y malcarado como entrañable, genial, brillante, melómano y hasta tierno (muy a su pesar), especialista en enfrentarse a las enfermedades más enrevesadas e imposibles, en un entorno donde convive con su (único) amigo, el oncólogo James Wilson, con un equipo de sufridos ayudantes, con la doctora jefa Lisa Cuddy (la trama de tensión sexual nunca debe faltar, un apartado en el que también entra la joven doctora ayudante de House, Allison Cameron ), con un millonario que quiso controlar el hospital y hasta despedirle y con un dolor crónico en una pierna que lo convierte en un adicto a la Vicodina para calmarlo.
La serie (nacida en el 2004), suscita amores y odios a partes iguales, pero es innegable la genialidad de sus diálogos y los caminos por los que los guionistas hacen circular a un grupo de personajes ceñidos a un decorado austero, minimalista y casi teatral, un aspecto que refuerza la grandeza de las historias, plagadas de luchas cuerpo a cuerpo entre House y el séquito de doctores, enfermos y familiares de su galaxia particular.
No es ningún secreto que House es una especie de Sherlock Holmes moderno (el mismo creador de la serie, David Shore, lo ha declarado en diversas ocasiones), un personaje con una lucidez soberbia para resolver los casos más increíbles con una doble ayuda externa. Una, las drogas (los calmantes en el caso de House, la morfina en el del detective de Conan Doyle), y la otra su mejor amigo (el sufrido Wilson y el no menos secundario Watson). Para rizar el rizo, House vive en el número 221B (el mismo de Holmes en la mítica Baker Street londinense) y recibe dos balazos de un tal Moriarty, el nombre del eterno enemigo de Holmes. House y Wilson. Holmes y Watson. ¿Evidente, no?. House, pues, es el doctor mal afeitado, motero, solitario, de cojera acentuada y que se niega a vestir con la uniformadora bata blanca de turno, que lega a nuestras pantallas grandes diálogos, grandes guiones y grandes historias humanas.
Alguien con aprehensión a las agujas y con facilidad para entrar en una nebulosa ante la visión de la sangre, como Kowalski, debería huir de las historias sobre médicos, pero el mundo de la ficción televisiva ha demostrado que algunas de sus mejores ofertas han pasado (y pasan) por quirófanos, salas de espera, ambulancias a toda pastilla, guardias nocturnas y largos pasillos blancos.
Los primeros grandes recuerdos de Kowalski de series sobre médicos pasan por A cor obert (A corazón abierto), Doctor en Alaska y MASH. A cor obert fue (en TV3) un serial en toda regla con las aventuras y desventuras de un grupo de médicos en un hospital de la siempre fría Chicago, una serie dominada por el blanco de las batas, la nieve, los diálogos (nada que ver con House, claro, pero igual de brillantes) y la mirada casi cristalina y limpia de algunos de sus protagonistas, como David Morse o hasta de un, entonces, joven Denzel Washington, que trabajó seis temporadas en la serie antes de estallar, cinematográficamente hablando, con films como Grita libertad y Malcolm X. Hay quien la llamó, con razón, “la Hill Street Blues de los hospitales”.
Y del frío de Chicago, al casi polar de Doctor en Alaska, una producción que en los años 90 nos encandiló a pesar de sufrir los (típicos) maltratos por parte de cadenas de televisión (en este caso, TVE) que cambian horarios (¡se llegó a emitir a la 1 de la madrugada por La 2 y, poco después, despareció!) y relegan emisiones sin criterio ni consideración hacia los sufridos televidentes (la actual proliferación de series editadas en DVD permite superar esa dependencia de nuestras cutre cadenas).
Pero Doctor en Alaska subo superar el reto del menosprecio de la propia cadena que lo emitía con grandes dosis de humor inteligente, convirtiéndose en una serie de culto, en una epopeya casi clandestina para sus maltratados seguidores. La serie no se rige por los patrones médicos que suelen aflorar en un entorno hospitalario, ya que precisamente narra la historia del doctor Joel Fleischmann, un urbanita de Nueva York que aterriza en un pueblecito de Alaska, de clima duro y belleza nórdica, habitado por personajes que, en muchos casos, buscan empezar de nuevo, una especie de redención filtrada por la nieve y una humanidad especial, en un entorno lejos de todo y de todos.
Con diálogos sublimes y constantes referencias (¡esos guionistas fans!) al mundo del cine o la literatura, los hipocondríacos del mundo nos volvimos a reconciliar con el mundo de la medicina (hasta que apareció nuestro insulso Nachete de Médico de familia, claro) tal como ya nos había pasado con MASH. O mejor dicho, M*A*S*H, un híbrido entre un nombre y un logo para la gran serie de la Fox que, entre los años 70 y 80, nos obsequió con grandes dosis de sarcasmo y humor nacidas en un entorno tan crudo como era el de un hospital militar de campaña en la guerra de Corea. Su mensaje antibélico cuajó en plena guerra de Vietnam con un lenguaje directo, ágil e hilarante y unos personajes (el gran Alan Alda al frente) que convivían entre maltrechas tiendas de lona verde, heridos de guerra, soledades y mensajes sobre el futuro incierto que esperaba a aquellos países a los que estaban atacando (¿o de los que se estaban defendiendo?).
Saltando, sin criterio lo admito, otra vez en el tiempo, reconozco no contar con demasiados argumentos para hablar de dos de las series sobre médicos de más éxito: Urgencias y Anatomía de Grey. La primera, sencillamente, nunca la seguí, mientras que la segunda, lo admito, nunca me ha llegado a enganchar, con unas tramas muy, quizá demasiado, centradas en los escarceos amorosos de médicos, doctoras, enfermeras y pacientes, en una deriva que suena demasiado a serie para adolescentes. Para eso, Kowalski prefiere recuperar las andanzas del primer gran médico borde de la historia televisiva (una especie de precursor de House en formato sitcom) como era el Becker que nos regaló el gran (en todos los sentidos) Ted Danson.

Pero ¡amigos!, la falta de criterio me lleva a hablar bien de dos series menos conocidas, vilipendiadas en foros diversos y que, lo admito, siempre han conseguido engancharme cuando las he ido encontrando, básicamente, en canales digitales como Sony Entertainment. Doc y Doctoras de Philadelphia.
Antes de recibir una retahíla de abucheos y pañuelos blancos ante tal afrenta, lo admito: Doc, protagonizada por el músico country Billy Ray Cirus (sí, el padre, real y ficticio, de Hanna Montana) no es una buena (aquí se pueden incluir todos los matices que se quiera) serie, pero ofrece ese aire naïf, a medio camino entre una telecomedia y un culebrón, con tramas calcadas, casos previsibles, finales predecibles y recursos utilizados miles de veces. Pero tiene un algo, aunque sea la presencia del médico menos creíble de la historia (Doc sigue teniendo pinta de músico country), un algo quizá filtrado por el mensaje que en todo momento planea en la serie, un mensaje que en la América de Bush sonará quizás a americanista y a moralista (series como el Walker de Chuck Norris siguen un patrón similar), pero ¿y qué?.
Pero la perfección de un mensaje redentor, de esperanza, de superación incluso de las diferencias sociales que provoca esa misma América es la que surge en una serie producida entre los años 2000 y 2006 por Whoopi Goldberg, Doctoras de Philadelphia (Strong medicine en el original), que narra la historia de la doctora Lu Delgado, a punto de perder una clínica para mujeres sin recursos, que recibe la ayuda de otra doctora (papel interpretado por la misma Goldberg) que le proporciona un lugar y unos medios para continuar con su labor, aunque deberá hacerlo trabajando con la doctora Dana Stowe, fría y profesional.
El equilibrio entre las dos en la clínica Rittenhouse será crucial para abordar casos verdaderamente dramáticos, con una vocación claramente pedagógica e incluso de denuncia social, sin dejar de lado una vertiente espiritual que planea en la mayoría de los episodios.

sábado, 27 de marzo de 2010

Kowalski se hace preguntas absurdas: Igor y Frederick

¿Por qué en la escena del "Podría ser peor, podría llover" de El jovencito Frankenstein, resulta que Igor y Frederick sacan el ataúd desde debajo?

http://www.youtube.com/watch?v=zXm7qOTLgEs

martes, 23 de marzo de 2010

Telebasura de magrugada (2): los timoconcursos

La madrugada, con esas horas nebulosas de visita clandestina a la nevera para devorar medio bote de helado de leche merengada, cuenta con un enémigo voraz, capaz de embaucar a todo insomne: la televisión. Hace unos días Kowalski ya revisó el lado oscuro, cutre y estafador que nuestras cadenas favoritas ofrecen con una retahíla de programación bazofia protagonizada por charlatanes de teletienda, timadoras del tarot y pseudo actores de cine porno, una programación pensada para anestesiar nuestras mentes y para levantarnos por la mañana habiendo atestado varios hachazos a nuestra tarjeta de crédito al comprar una trinchadora de ajos a precio de cena en el Bulli, un politono para el móvil a precio de disco entero, o un vídeo bajo el sugerente título de Cachondas a precio también de DVD edición especial coleccionista con la versión extendida del director. Y todo envuelto en el dudoso papel de regalo de las más bajas vilezas humanas, tanto las del estafador como las del estafado. Pero tarotistas, teletenderos, politonistas y cutre actores al margen, las reinas o los reyes de la noche son los presentadores de los, mal llamados, concursos, una de las más clamorosas estafas de la pequeña pantalla, aunque el número de incautos sigue siendo muy grande, así como la pasividad de las autoridades ante flagrante ejercicio de trileros televisivos. La dinámica de estos concursos pasa por plantar un chico o una chica (si puede ser de buen ver, mejor) un par de horas ante la pantalla. Plano fijo (el realizador puede echarse un sueñecito tranquilamente) y el embaucador reclamando que por favor, que entre ya esa llamada, que hay 2.000 euros en juego, que no entiende como nadie da con el acertijo (sopa de letras, nombres de animales que empiecen por R, diferencias entre dos imágenes,…eso es lo de menos), que no cuelgues, que mantengas tu llamada en espera, que en el próximo minuto quiero un ganador, que venga, venga, venga. Así, las cadenas van llenando sus arcas a cambio del paupérrimo sueldo que dan a la becaria de turno que, por cierto, no sabe que ya ha arruinado su posible carrera como periodista.
Y así, miles de amas de casa con insomnio, adolescentes con legañas que no saben decir basta o cualquier persona que no acaba de adentrarse en el sueño, se desesperan al ver como alguien es capaz de responder “Hipopótamo” a la pregunta “Nombres de animales con la letra R”. ¡Qué fácil! ¡Y ningún tonto lo ve! Venga, voy a llamar, que soy más listo que nadie y me voy a llevar los 2.000 euros. ¡Hay que ver!. Y el teléfono sonará, y una voz metálica de contestador enlatado nos dejará en espera, y en espera, y en espera, y en espera, mientras otro bobo responde “Murciélago”, ante la cara de espanto de la pobre becaria que aspira a ser algún día Terelu Campos. Para reforzar su mensaje, la presentadora (aquí, también son mayoritariamente chicas para embaucar a televidentes masculinos) regala sus “encantos” de distintas formas, ya sea blandiendo un fajo de billetes (no hace falta tener una vista de lince para darse cuenta que son fotocopias en color más grandes que los billetes normales) o incluso desprendiéndose de parte de su vestuario, pura ordinariez barriobajera para inyectar alicientes a los posibles desertores, mientras van colando alguna llamada (en muchos casos son falsas, hechas por ganchos del programa). Eso sí, ese reloj con una cuenta atrás (suele ir acompañado de una bomba a punto de estallar o de una alarma de fondo como si se estuviera incendiando el plató), milagrosamente, vuelve a reiniciarse al cabo de poco rato; claro, el “público” es fluctuante, por lo que no hay que desaprovechar la ocasión de vaciar los bolsillos a los incautos que van zapeando sin rumbo, en muchos casos verdaderos ludópatas catódicos que llegan a acumular facturas con cifras de escándalo.
Más allá de la necesidad de una regulación y una investigación adecuada (de acuerdo, se desmanteló la madrileña Tele Sierra después de reiteradas denuncias), lo más chocante es que los ilusos concursantes no se den cuenta del patetismo de sus intentos, de las maniobras de despiste, de que pueden pasar incluso horas sin que ninguna llamada entre en plató, de que muchas respuestas son tan absurdas que huelen a falsas, de que muchas emisiones ¡ni si quiera son en directo!. Y lo peor: que no se den cuenta de que están malgastando su dinero, pero también su vida, su tiempo, su dignidad, ante una oferta que, por más Tele 5, la Sexta o Cuatro que se sea, se arrastra por el lodo más maloliente de las parrillas televisivas.

jueves, 18 de marzo de 2010

Live in... (2. Nick Cave, Pavelló Olímpic de Badalona, 2008)

    Iniciamos la serie Live in... (sobre conciertos a los que Kowalski, sin criterio, ha asistido) con el engreído de Morrisey. La segunda vícitima es Nick Cave, uno de los grandes orfebres del rock. En esa ocasión, Cave demostró junto a sus imprescindibles Bad Seeds que defender un último disco no es incompatible con ofrecer una revisión selecta, afrutada y con suave regusto final en el paladar. Ataviado con su ya habitual elegancia y luciendo con orgullo ese mostacho de forajido de western apocalíptico, Cave susurró y chilló; esgrimió su faceta más crooner y la más enrabietada; acarició el piano y electrificó el ambiente cuando le dio la gana. Hasta ocho temas del infravalorado pero inmenso Dig, Lazarus, Dig!!! (Mute Records, 2008) –plagado de futuros clásicos de Cave–, formaron parte del repertorio, aunque el bardo nacido en la impronunciable Warracknabeal le dio al play para salpicar el escenario de temas añejos y con aroma ya a himnos imperecederos. La máquina de Cave y sus malas semillas sonó compacta, engrasada, eléctrica y exhuberante cuando convenía (“Deanna”, “Papa won´t leave you Henry”, “Get ready for love” o la misma “Dig, Lazarus, Dig!!!”, en la que Cave sitúa al resucitado Lázaro en algunos puntos actuales de New York y San Francisco. Y lo que ve, le causa terror y ganas de volver de donde ha venido), suave en otros (“More news from nowhere”, “Moonland”, “The ship song” o una emotiva “Into my arms”, un himno descomunal) e inquietante cuando la banda escupe su vena más siniestra (abrasivos, estremecedores “Tupelo” y “Red right hand”).
    Cave, el eslabón perdido entre Elvis y Tom Waits –que, por cierto, actuó por primera vez en España ese mes de julio y Kowalski volvió a picar–, entre el punk primitivo y el lirismo más abigarrado, ha conseguido crear un universo propio que, con el tiempo, cuenta con un puñado de temas que darían para varios repertorios distintos sin desmerecer (¿cuántos niñatos aferrados a su hype del momento pueden decir lo mismo?). Arropado por los Bad Seeds, Cave es aún más infalible, ya que Mick Harvey, Martyn Casey, Jim Sclavunos, el polifacético Warren Ellis –capaz de alternar el violín con pequeñas guitarras y hasta la flauta travesera– y compañía forman una delantera temible. De acuerdo, Blixa Bargeld y Barry Adamson ya no juegan. De acuerdo, Cave pasó un poco de puntillas por el inconmensurable Abbatoir blues –con varios temas góspel que requieren de un coro femenino en condiciones–, dejó en el joyero muchas perlas (el habitual “The mercy seat” que el gran hombre de negro, Johnny Cash engrandeció con una versión deliciosa, no cayó), aunque nuestro particular hombre de negro encumbró sus relatos épicos y bíblicos a lo más alto. Y de acuerdo, Cave sobreactúa, pero se reinterpreta, rebusca dejes salvajes de su lejana etapa de The Birthday Party y ofrece grandes dosis melodramáticas que nunca le darán un Oscar, pero que lo convierten, ya con medio siglo de vida a sus espaldas, en un icono. El universo Cave, plagado de referencias de una Biblia que presume leer a diario, es un viaje que bordea los extremos, capaz de adentrarse en la desesperación y el caos, pero también en la esperanza, la belleza y la devoción.
    Y lo que son las cosas, mientras tan solo 5.000 almas optaron por el ceremonial cúltico de Cave –que tampoco es que se prodigue en exceso por los escenarios españoles–, a las puertas del pabellón se instalaba ya con sacos de dormir un grupúsculo de fans que, al día siguiente, asistían a las coreografías de fiesta fin de curso de los, glups!, Backstreet Boys.

    lunes, 15 de marzo de 2010

    Live in... (1. Morrisey, Festival de Benicàssim, 2008)

    Engreído, hipnótico, provocador, magnético, vegetariano radical, medio gentleman que se arrodilla a besar una mano, medio marrullero barriobajero que te reta a una pelea a puño descubierto en cualquier callejón. Ese es Morrisey, excesivo, barroco, pero tierno y lírico. Suele caer mal, su voz roza el histrionismo y una constante sobreactuación casi de cupletista, en otro sonaría a ridículo. Morrisey es bizarro, excéntrico, chulo. Ok. Entonces, ¿por qué no puedo evitar pasar hora y media enganchado a su show? Porque es soberbio, porque sus canciones están esculpidas en la mejor tradición del Manchester Sound y porque, de vez en cuando, deja caer alguna perla de sus añejos Smiths. Y porque en su discografía hay obras de arte como Kill uncle, Viva hate o Vauxhall and I. Y punto, que tampoco hay que estar justificándose siempre.

    domingo, 14 de marzo de 2010

    Telebasura de madrugada

    Existió una época en que la programación televisiva colocaba su particular cartelito de “Cerrado”, una época en que pocos minutos después que Mayra Gómez Kemp premiara con un Ford Escort 1.4 o una caja de cerillas a Sergio y Ana, amigos y residentes en Majadahonda, aparecía de repente un álbum de fotos del Rey y su familia, estampas fijas similares a la de cualquier familia española con la estética de los Alcántara, pero con la sutil y única diferencia que los quince días de veraneo en Benidorm eran una concatenación de fiestas, recepciones estilo anuncio de Ferrero, esquí en Baqueira, vela en Palma y desfiles militares varios para sacar del fondo del regio armario la colección de uniformes.
    Y todo con el himno de fondo (el popular chán, chán, cháaaaan, chán sin letra, ¿o ya tiene?) y una bandera final (creo recordar) castigada de forma espástica por el viento. Mi momento favorito era cuando la pantalla se dividía en cuatro partes: en una, la misma bandera mareada; en otra, un dibujo del mapa de España con las autonomías pintadas de colorines, al más puro estilo de un libro de Sociales de la EGB (lo que viene a ser hoy la Primaria, pero en más largo); una tercera, ofrecía la instructiva primera página de la Constitución con letra gótica y fondo amarillento para hacer antiguo; la cuarta, claro, era el Rey, con una banda azul celeste como de miss y un fondo que sería de la clásica chimenea renacentista o del salón-comedor Luis XVI de cualquier hogar, para irse luego combinando con varias de esas estampas familiares de reina, príncipe e infantas.
    A continuación aparecía uno de los programas más vistos de la historia, la Carta de Ajuste, previa a una de las más angustiosas imágenes televisivas (no, no hablo de Mercedes Milà): la nieve, esos miles de puntitos anárquicos y crepitantes a los que más de uno dedicamos algunos de los minutos más estúpidos de nuestras vidas. Técnicamente hablando la carta de ajuste es (o era) una señal de prueba de televisión que se emitía en ausencia de programación, con la finalidad de mantener activa toda la cadena de emisión. O sea, un dibujo con cuadraditos, líneas, colorines y barritas que aparecían en la pantalla cuando ya no había otra cosa que emitir, acompañado de la hora y el día, una hora que más de uno se dedicaba a ¿leer? durante un indeterminado espacio de tiempo, antes de descubrir, de nuevo, lo estúpido de tal acción. La carta de ajuste, en realidad, daba fe del pánico a la hoja en blanco televisivo, a la ausencia, al vacío, a abandonar las horas del crepúsculo para adentrarnos en los terrores nocturnos, en las pesadillas prelaborales o en los sueños de caída sin fin.
    La tele nos invitaba a apagarla. Todo eso se llamaba Despedida y cierre (una definición que hoy día nos puede sonar más próxima a la realidad de muchas empresas metalúrgicas, inmobiliarias o fabricantes de coches), un espacio que también podía incluir una especie de página arrancada del Tele Programa (¡todavía existe!) con los horarios de la ansiada programación del día siguiente.
    En una era, pues, casi preinternet (creo que TVE utilizó su última carta de ajuste a mediados de los años 90), había horas sin televisión, sin Youtube y sin Google. Eran años difíciles, amigos, hasta que alguna mente privilegiada dedujo que algo había que hacer con los pobres huérfanos nocturnos de rayos catódicos, con esos insomnes ávidos de algo con lo que poder dormirse sin recurrir a las pastillas, con profesionales sedientos de imágenes y que dormían de día (¿quién no retiene en sus pupilas esa clásica imagen de un televisor de seis pulgadas en la cabina de un vigilante nocturno de aparcamiento?), con ciudadanos que pagaban sus impuestos y a los que negaban el derecho a poder estar 24 horas al día cerca de su electrodoméstico favorito, ciudadanos que llegaban a observar durante largos ratos la pantalla ya oscurecida de su receptor y ya sin el chisporroteo de la electricidad estática, hasta que su propio reflejo les provocaba un escalofrío y les obligaba a irse a la cama encendiendo todas las luces de la casa para no encontrarse con algún monstruo o un asesino en serie. Las horas de desconexión, pues, se fueron acortando, aunque en sus inicios la fórmula no tenía nada de imaginativo: enchufar hasta las cuatro de la mañana un par de películas, la mitad en blanco y negro y con doblajes nasales. La otra mitad eran westerns polvorientos y de duelos al sol.
    Y nació la programación de madrugada, esa que saca la cabeza a la hora bruja, las 12 de la noche, y repta como una serpiente tentadora hasta el momento en que los primeros informativos empiezan a desperezarse y los dibujos animados intentan levantar el ánimo de los niños que acaban de arrastrarse desde la cama hasta el sofá, una primera práctica de lo que, para muchos, será una constante el resto de su vida. Da igual donde vivas: la coctelera televisiva escupe la misma basura (¡que no, que no hablo de la Milà!), pura bazofia sin escrúpulos que, en la mayoría de casos, no tan solo es antiestética, sino también antiética, amoral y sin el más mínimo atisbo de calidad o utilidad pública, con una mezcla pastosa y vomitiva de tarotistas y pornografía, además de los concursos estafa. Una cuarta categoría, más aceptable, sería la de los espacios de teletienda: su cutrerío naïf puede hasta llegar a tener su encanto y, sin olvidar que se trata de un tiempo puramente comercial, no se puede calificar de estafa (sí en aquellos casos en los que incurren en la publicidad engañosa), a no ser que alguien considere que lo sea el hecho de pagar 49,95 (¡¡antes 99, 99!!) por unos cuchillos que ellos solitos preparan una ensalada con rábanos, esparragos trigueros y tomates cherry o una mini-sauna casera que te achicharra los michelines y la celulitis mientras lees un libro (o miras más teletienda, claro).
    Aparatos para abdominales imposibles y alargadores de pene aparte (uno de los productos (?) estrella), la noche catódica es una fosa abisal sin fondo, poblada de monstruosos personajes y que la mayoría de canales (no son sólo cutre cadenas como las extrañas televisiones locales, ya que telecincos, antenatreses y sextas se revuelcan en el mismo lodo sin ningún tipo de vergüenza y con total impunidad).
    En el caso de La Sexta es aún más grave, ya que mientras Tele 5 cuenta con una parrilla basurera por excelencia las 24 horas del día (¡eso es coherencia!), la jóven cadena cuenta con programas que intentan atacar el establishment político, cultural y mediático, con espacios como “Sé lo que hicisteis” (ácido puro, 100% recomendable), “Qué vida más triste” o “Buenafuente” (el mejor late night de la historia de la televisión hispana. Y sin necesitar el culo de Boris ni la recreación enfermiza en los asesinatos de Alcàsser).
    Pero volvamos a nuestra ristra de personajes siniestros que pueblan las madrugadas: unas de las reinas son las TAROTISTAS (algún pseudo Rappel queda por ahí, pero la mayoría son mujeres), charlatanas sin escrúpulos ni vergüenza aposentadas tras una mesa del Ikea con un mantelito lleno de estrellas y lunas y que, previa llamada a un muy lucrativo 806, vacían los bolsillos de incautas amas de casa (la mayoría) de vidas vacías y que más allá del socorrido Prozac buscan algo de esperanza, unas palabras de ánimo y un atisbo de luz al final de los oscuros túneles de su existencia. ¿Pero qué encuentran? A la Pepita Villalonga de turno que le sacará el máximo de cuartos posible, que la tendrá colgada del teléfono mientras le lee desde las clásicas y roñosas cartas ya amarillentas por el manoseo (aprendan la clave: la Muerte y el Ahorcado son malos. El Sol y el Rey, buenos) hasta el poso del café, del Cola Cao o de lo que haga falta, pasando por los cantos rodados de río o las cáscaras de pipas sin sal. Da igual. Y si encima le enchufan a la incauta un frasquito engañabobos con aceite uncioso y extractos de pétalo de rosa mágica, la jugada ya es redonda, y ríete tú de Julián Muñoz y el Dioni juntos. La tarotista responde con vaguedades estilo: “Bueno María, no tienes trabajo, pero si sigues buscando es posible que en un plazo así entre corto y medio de tiempo te salga alguna entrevista”. A continuación es cuando a la noqueada interlocutora, que igual ya se huele algo, la sobresaltan con la presencia de una carta maligna, desastrosa: “Pero ve con cuidado, que igual hay alguien que te quiere engañar ahí fuera”. En efecto, Pepita Villalonga de turno, predicción acertada.
    Cuando las tarotistas cierran el carromato y han recogido las pócimas fraudulentas, la pequeña pantalla ofrece un extenso catálogo de insufribles politonos para el teléfono móbil. ¿Estafa? A partir del momento que para conseguirlo hay que llamar más de una vez (suele ser así), sí. Y más allá de la estafa económica, entramos también en la cultural, ya que pagar por bajarse un fragmento de Andy y Lucas o de El Canto del Loco, también tiene delito. Politonos aparte, la galaxia de la telefonía móvil (¿hace falta recordar el gran colectivo de usuarios que suponen los jóvenes y adolescentes, muchos con televisor y/o ordenador en su habitación?) también se adentra en los pantanosos terrenos de la PORNOGRAFÍA, con escenas absolutamente explícitas que cualquiera puede instalar en su teléfono enviando un sencillo SMS (a precio de conferencia internacional, claro) con la palabra clave Placer, Cachondas o Manga Sex. Las visionarias mente de los diseñadores de estos espacios suelen acompañar el anzuelo del SMS con fragmentos de películas (???) pornográficas rodadas en lúgubres garages o por encumbrados actores (???) que han llegado a tener su parcelita de popularidad en nuestra castiza y barriobajera televisión.
    La televisión sigue, pues, plasmando las varias caras del hombre. La televisión, pues, flirtea con pequeños destellos de calidad (no, no hace falta limitarse a los documentales de la 2), pero sigue alimentando su estercolero particular, especialmente en el horario crepuscular, cuando la noche y el día empiezan a darse la mano, y cuando las bajezas más viles campan a sus anchas. En esos momentos, un único consejo: despedida y cierre.