viernes, 18 de junio de 2010

"Bones": el miedo a estar solos


Hay series menospreciadas por la crítica (y olvidadas por los premios Emmy), pero tampoco Hitchcock ni Fellini ganaron un Oscar y sí Sandra Bullock. Suena a justificiación barata, lo sé, pero es que voy a afirmar que me gusta Bones. De acuerdo, Bones sigue el patrón algo prototípico de series de investigación criminal como la sobrevalorada CSI o las buenas Mentes criminales o Numbers, pero sus diálogos y el cara a cara entre sus dos protagonistas representa la mejor tensión sexual no resuelta de la historia de la pequeña pantalla (con permiso, claro, de los Mulder y Scully de Expediente X). Al más puro estilo McGuffin de Hitchcock (lanzar un señuelo argumental para acabar hablando de otro), diré que Bones no es Lost, ni mucho menos, pero es con Lost no oso plasmar por escrito lo que la mejor serie de la historia ha sido (y es) capaz de inocular en un servidor. Hay muchas voces que la califican de aburrida o de incomprensible. Nada de eso. Lost es brillante, sublime, una obra de arte en un mundo de telebasura y en plena decadencia a pesar de la multiplicidad de canales, que van salpicando como Gremlins esparciéndose en una piscina. Aumentar la basura no es la solución, lo siento, por lo que la ficción (internacional, ya que la nuestra deja mucho que desear) es todo un salvavidas.
Que sí, que vuelvo a Bones. A partir de la investigación de casos de asesinato en el Instituto Jeffersonian (un Smithsonian pasado por el filtro de la ficción), la serie nos presenta a una antropóloga forense (Temperance Brennan, interpretada por Emily Deschanel) y a un agente especial del FBI (Seeleey Booth, interpretado por David Borenaz). Así, Brennan y Booth se adentran en la caza y captura de asesinos a partir de la información que pueden obtener de los huesos de la víctima, por lo que cada episodio se nos presenta con una intro decorada con algún cuerpo en avanzada descomposición, con restos de huesos o con esqueletos que parecen escapados directamente de alguna peli de terror. Pero, al contrario que en CSI, Bones se recrea algo menos en las autopsias y estudios forenses, y cuando lo hace lo enfoca con algo más de humor (o sea, que dan menos asquito en alguien tan miedica como un servidor) y como excusa para presentar unos diálogos espléndidos, tanto entre Brennan y Booth como con unos secundarios de lujo que compiten en calidad, por ejemplo, con los de House. Así, la antropóloga y el agente especial conviven con un millonario que ejerce de analista de órganos (Jack Hodgins), una artista forense especialista en comportamiento humano y capaz de poner rostro a los cuerpos (Ángela Montenegro) y un joven, y a menudo ignorado, psicólogo (Lance Sweets) que intenta asesorar y hasta analizar tanto el trabajo como las relaciones entre sus compañeros, con resultados algo tristes. Pululan también por ahí otros personajes, como la jefa de Brennan (Camille Saroyan, con cierto peso en algunos capítulos) y varios becarios (un toque de humor más, aunque son distintos los que han ido desfilando), pero el quinteto titular permite a los guionistas una serie de hilos argumentales que en un solo capítulo ya tienen más valor que la programación entera de Tele 5.
Brennan busca claves ocultas en unos huesos (de hecho, Huesos es el apodo que le ha puesto Booth) que tiene claro que casi pueden hablar y ofrecer información acerca de una persona, de cómo murió y hasta de cómo vivió.
Pero la grandeza de la serie se basa en la relación Brennan-Booth. Así, mientras la antropóloga es fría, muy inteligente, algo ingenua, demasiado literal en sus apreciaciones, nada mística, racional, con escaso sentido del humor, emocionalmente retraída, centrada en su trabajo y con fe únicamente en la ciencia, el agente especial es abierto, formado en el ejército, creyente, impetuoso en ocasiones, con sentido del humor, deportista e intuitivo. O sea, un equipo perfecto para luchar contra el mal. Emocionalmente, se conoce poco de la vida sentimental de Brennan (aunque ella hace algún comentario), mientras que de Booth se sabe que tiene un hijo y que en su vida van surgiendo diversos romances, aunque el más esperado tuvo hace poco un desenlace algo tristón. Sus diálogos son impagables y han ido forjando un lazo muy intenso, con una atracción evidente (hasta la científica parece estar cayendo rendida a los encantos de su compañero de gigantescas hebillas de cowboy y fobia a los payasos) y un conocimiento mutuo que incluso dificulta la relación con el resto de miembros del Jeffersonian. Para hacer más evidente esa tensión no resuelta, en el otro extremo del cuadro los guionistas han querido que Ángela y Hodgins sí que tengan un intenso romance. Ángela es (demasiado) desinhibida y lucha con el carácter de Brennan, a la que quiere convertir a su causa, mientras (de otra forma) juega también con Hodgins, con el que está incluso a punto de casarse.
La serie ha llegado al capítulo 100 (a pesar que La Sexta sigue mareando un poco a los seguidores con una mezcla de episodios actuales y antiguos, sin demasiado criterio ni lógica). ¿Una cifra relevante? Lo importante ha sido el hecho de que se centró en la pareja protagonista, con un flashback lostiano para remitirnos al momento en que ambos se conocen. Cuando arrancó la serie, Brennan y Booth ya se conocían y, de hecho, empezaron con cierto mal rollo entre ellos. ¿Cómo cambió la cosa? Es un capítulo (dirigido además por el mismo David Borenaz) que apunta a un final feliz, pero que concluye con unos minutos sublimes (y no tan felices), cuando Booth se declara abiertamente (lo había hecho antes en muchas ocasiones, sin explicitarlo) pero Brennan, afectada y con los ojos llorosos, le rechaza. Estos pocos minutos tienen más fuerza, más intensidad narrativa, más savoir faire televisivo que todas las escenas juntas de “amor” que las series hispanas han intentado colar como emocionantes y que acaban rozando cierto ridículo costumbrista. Brennan no esquiva a Booth porque no le quiera. Al contrario. Teme perderle algún día, teme tener que trabajar (lo que llena su vida) sin él al lado. Teme reconocer que tiene sentimientos. Teme.
Bones, pues, se nos presenta como una serie más basada en la resolución de un asesinato. Pero es algo más, mucho más. La esencia policíaca es la excusa para ofrecer una trama, pero Bones es una serie sobre el amor y el desamor, sobre la soledad, sobre el miedo, sobre el deseo, los celos y las relaciones humanas. Es un despliegue técnico espectacular para acabar en lo más frágil del ser humano: no, no es el miedo a morir o a estar rodeados de violencia. Es el miedo a estar solos.

lunes, 7 de junio de 2010

"Mujeres ricas": pornografía del lujo en prime time



¿Sientes que el único glamour en tu vida consiste en unas zapatillas con borlas o en echar un bote de esos de sales en la bañera para imitar un jacuzzi? ¿Tu vida casera consiste en sortear pilas de ropa sucia? ¿Tu cocina no consigue nunca estar recogida y siempre aparece ese plato con restos de migas o ese vaso con algún grumito de Cola Cao reposando en el fondo?
¿Tu cuarto de baño no tiene un espejo tamaño XXL y una ristra de bombillas en plan camerino alrededor? ¿Vas a ser mamá y te acaban de quitar ante tus narices el cheque bebé? ¿Abres la puerta del párquing, si tienes, y en lugar de un Ferrari aparece un Opel Corsa con un par de bollos por arreglar? ¿Tu vida roza el vacío al no contar con una mansión estilo medieval, con piscina climatizada y varias chicas de servicio para poder dar órdenes a tutiplén? No te preocupes, para eso está la nueva tendencia de la tele, para enseñarte la vida de otros, pura pornografía de las clases sociales, con sus casas, sus coches, sus nuevas caras o sus liposucciones, sus fiestas, sus armarios infestados de modelitos, sus caprichos y sus problemas, que también los tienen (o los fingen, vaya). 
Hace unas semanas, La Sexta estrenó un docu-reality que, sólo con el título, ya deja claras sus intenciones: Mujeres ricas. La verdad es que la cadena de Milikito mantiene propuestas más que dignas (Sé lo que hicisteis o Buenafuente son claros ejemplos de humor y hasta de crítica sana) pero ya perdió muchos puntos con el lanzamiento de un engendro violento, zafio y telecinquero como Generación Ni-Ni, un Gran Hermano encubierto con niñatos que, en más de una ocasión, han traspasado la línea de la decencia, la ética y hasta la legalidad.
Mujeres ricas nos lo venden como el seguimiento del día a día de una mujer empresaria que encarna el lujo, de la esposa de un antiguo jugador de futbol o de dos hermanas madrileñas que acaban de divorciarse. La cadena intenta vender eso de reflejar su vida personal o de ir más allá del personaje, pero es evidente que todo se basa en la exhibición impune de lo que unas mujeres forradas y aburridas hacen con su dinero: no lo duden, si quieren ver yates en Marbella, Ferraris más caros que el de Fernando Alonso, trajes más exclusivos que los de Francisco Camps, joyas más tentadoras que la Pantera Rosa o tardes en tiendas de nombre afrancesado y olor a caro, este es su programa. Para ver todo eso, prefiero las películas de James Bond, que al menos sabes que es mentira y te ofrecen una dosis de acción y algo de intriga, la verdad.
De forma casi paralela, Cuatro (otra cadena que empezó con algo de criterio, pero que está bajando enteros desde su fusión con Tele 5) estrenó Casadas con Hollywood, sobre la vida de cuatro españolas con más dinero que Tío Gilito y que viven en Los Ángeles con la única preocupación de qué van a ponerse para ir a una fiesta de Eva Longoria. Aguanté como diez minutos, ni que sea para poder hablar sobre ello, pero he tenido el valor de tragarme varias emisiones del engendro de La Sexta. Sí amigos, me he zambullido en un baño de lujo, exuberancia y bizarrismo y en la plasmación de lo que es otra versión Ni-Ni (mujeres que ni trabajan, ni se lo plantean, ni piensan, ni nada). Una de ellas, por ejemplo, se encapricha de un Miró (sabe que es un pintor, pero poco más) y discute con su marido sobre si el Miró o un abrigo de visón, que está como indecisa y eso la agobia un poco. El marido contesta que, con la crisis, prefiere invertir en sus empresas y, literalmente, “salvar puestos de trabajo”, pero eso, para ella, es demasiado vulgar, plebeyo y chabacano. Respuesta de la mujer: “Te molesta que compre dos cosas para mí”. Réplica del pobre marido: “”¿Tú no lees los periódicos o qué?” (creo, sinceramente, que a esa cuestión le podríamos hasta quitar lo de los periódicos). La ricachona llega a afirmar que “el arte me persigue” (glups). En fin.
Otra de las protagonistas es la esposa de un ex futbolista argentino, una mujer de la que prefiero hasta obviar el nombre ante su total falta de escrúpulos y su ordinariez (bañada en Chanel y rodeada de lujo, pero cutrona, cutrona). La susodicha llega a criticar la presencia de prostitutas en Marbella que se insinúan a los maridos hasta en los supermercados, cuando ella defiende el papel de las señoras de compañía más de lujo, como ella misma (y no lo digo yo, que lo afirma ella y se queda tan ancha). El resto del programa se mueve entre la humillación a las mujeres del servicio, un partido falso de pádel, unos hijos repelentes que están todo el día haciendo el vago (o sea, lo que ven), una fiesta de la pamela de mujeres de piel estirada y neuronas patinando entre tanto sombrero y hasta una sesión de tupper-sex de la que, por amor a cualquier lector que haya llegado hasta aquí, me abstengo de comentar ningún detalle.
¿Eso interesa a alguien? Veamos: La Sexta suele moverse en cuotas de pantalla alrededor del 6%, mientras que Mujeres ricas se convirtió (con 2,1 millones de espectadores y casi un 14% de share) en el mejor estreno de la historia de la cadena. Para rizar el rizo (se ve que los audímetros esos, y que nadie ha visto nunca, lo saben todo), ese porcentaje escaló hasta el 18,5% entre las personas de clase alta. En definitiva, el dinero convertido en ídolo. El ídolo convertido en mujer millonaria aburrida. Y la vida de esa mujer convertida en programa de televisión. Eso sí que es pornografía en prime time.