Cave, el eslabón perdido entre Elvis y Tom Waits –que, por cierto, actuó por primera vez en España ese mes de julio y Kowalski volvió a picar–, entre el punk primitivo y el lirismo más abigarrado, ha conseguido crear un universo propio que, con el tiempo, cuenta con un puñado de temas que darían para varios repertorios distintos sin desmerecer (¿cuántos niñatos aferrados a su hype del momento pueden decir lo mismo?). Arropado por los Bad Seeds, Cave es aún más infalible, ya que Mick Harvey, Martyn Casey, Jim Sclavunos, el polifacético Warren Ellis –capaz de alternar el violín con pequeñas guitarras y hasta la flauta travesera– y compañía forman una delantera temible. De acuerdo, Blixa Bargeld y Barry Adamson ya no juegan. De acuerdo, Cave pasó un poco de puntillas por el inconmensurable Abbatoir blues –con varios temas góspel que requieren de un coro femenino en condiciones–, dejó en el joyero muchas perlas (el habitual “The mercy seat” que el gran hombre de negro, Johnny Cash engrandeció con una versión deliciosa, no cayó), aunque nuestro particular hombre de negro encumbró sus relatos épicos y bíblicos a lo más alto. Y de acuerdo, Cave sobreactúa, pero se reinterpreta, rebusca dejes salvajes de su lejana etapa de The Birthday Party y ofrece grandes dosis melodramáticas que nunca le darán un Oscar, pero que lo convierten, ya con medio siglo de vida a sus espaldas, en un icono. El universo Cave, plagado de referencias de una Biblia que presume leer a diario, es un viaje que bordea los extremos, capaz de adentrarse en la desesperación y el caos, pero también en la esperanza, la belleza y la devoción.
Y lo que son las cosas, mientras tan solo 5.000 almas optaron por el ceremonial cúltico de Cave –que tampoco es que se prodigue en exceso por los escenarios españoles–, a las puertas del pabellón se instalaba ya con sacos de dormir un grupúsculo de fans que, al día siguiente, asistían a las coreografías de fiesta fin de curso de los, glups!, Backstreet Boys.
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